Un bar así, sin televisor, con el piso en damero, con un par de mesitas donde se juega al ajedrez.

Con un mozo de chaqueta blanca al que todos conocen por su nombre, un mozo que sabe, casi siempre, lo que va a tomar cada parroquiano.

Un bar así, con dos grandes ventanas guillotina por donde la mañana irrumpe con un resplandor tibio, y una puerta de madera que cuesta un poco abrir. Con dos baños mínimos, con una máquina de café que se escucha como un temblor sofocado entre el ruido de los pocillos que se deslizan en la bandeja.

Con ceniceros de chapa de marca Cinzano. Con alguna mesa en falsa escuadra porque una pata se gastó o se torció. Con dos paredes laterales donde aparecen el cuadro de Gardel, de Diego, de Nicolino. Con un par de banderines que nadie sabe muy bien quién colgó a qué club representan.

Un bar así, sin Wi Fi. Con una cartulina rectangular en la mesa donde estén escritos a lápiz los precios del café, de la gaseosa, del vino. Con el sifón de soda que no se cobra, o se cobra dos mangos.

Con una pareja acodada sobre una mesa del fondo. Un hombre y una mujer, ensimismados, tal vez dejándose, tal vez encontrándose, hundidos en el medio tono de una conversación que nadie intenta escuchar.

Un bar así. Con un tipo que llega y elige la mesa de la ventana que da a la calle, liviano, suelto, plácido, como si tuviera todo el día para él. Algo, una felicidad simple, genuina, le brilla en la frente. Con otro tipo que habrá de aparecer unos pocos minutos después, va a la mesa, retira la silla, intenta borrar una mueca de rencor que le tuerce la boca, suspira largamente y le dice a su amigo:

-Ganaron bien. Lindo partido. Yo pago el café.

Un bar así, de esos que ya no existen más.