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Orgullo

Hay un intangible que marcha. Está en el aire, flota, se mueve por sobre las cabezas de los que caminan, y si bien no tiene cuerpo, ni forma, ni espesura física, el intangible está ahí, con su energía arrasadora: marcha sobre la multitud el aura del obrero que no pudo estudiar. Marchan los colectiveros del Tandil de los años felices, que a lo sumo llegaron a tener una casa y su autito después de toda una vida al volante, pero que sí pudieron enviar sus hijos a la Universidad. Marchan los albañiles, los metalúrgicos, los ferroviarios.

No están pero la historia se escribe -aún la presente- con las huellas del pasado. Marcha el ama de casa y el padre de familia a los que la Universidad les quedó lejos, en la utopía imposible. Lejos para una generación, la suya, pero no para la siguiente, la de los hijos. Y tampoco para la tercera generación si tomamos como punto de partida el año 1974, el de la nacionalización de la Universidad.

Esa herencia sagrada lastimó, con su brutal perversidad, un roto sin remedio, un roto desalmado que lleva el nombre de Javier Milei. Un tipo sin una pizca de piedad y humanidad. Un pobre infeliz que llegó a donde llegó por la extraordinaria sentencia de que "aquellos vientos trajeron estas tempestades", léase entonces el hastío de la sociedad desde el mediocre segundo gobierno de Cristina, el horrible gobierno de Macri y el ultra patético gobierno de Fernández.

Si volvemos a la cuestión del legado hay que decir que responde al orgullo. Lo que ellos, nuestros padres, no pudieron ser, se proyectó en la descendencia, en los hijos, en el sueño inmoderado de "M'hijo el dotor", en toda una vida subiendo y bajando la escalera del esfuerzo para honrar al apellido, y que haya pan en la mesa, y también que haya tenido un sentido (¿y qué mejor sentido que el de la realización profesional?) la arriesgada idea de traer un hijo al mundo.

Entonces, ayer, estaban allí. Eran centenares de intangibles, de padres y madres que volvieron como fantasmas de un tiempo ido, traspapelado en medio de tantas batallas, de tantas derrotas, de tantas ausencias. En un país hundido hasta el fondo del pozo, todavía hay algo que resiste: esa idea descubierta en Inglaterra, la de una escuela sarmientina: pública, obligatoria, exigente, gratuita y laica. "La tuvimos, hizo la gran diferencia cultural y de ascenso social en nuestro país. A los tumbos algo queda, no la perdamos", pidió el escritor Guillermo Martínez.

Como todo fanático mesiánico, ensoberbecido en sus números fríos como témpanos, en la mayoría que lo votó y aún lo sostiene, Milei cometió un error político garrafal: atacar esa fibra sensible que resiste en la memoria genealógica de un país, que es la memoria de una tradición, una pertenencia emocional y de un saber. Si fueron miles en las calles, y miles con un libro en la mano, estaba claro que había ante todo (incluso antes que la lógica resistencia corporativa como respuesta atávica a un ataque, la desfinanciación) un gesto de gratitud: Si soy algo en la vida, podíamos leer, lo soy gracias a la educación pública. Uno de los tantos carteles decía: "Somos jóvenes, tenemos sueños". Tal vez el futuro recuerde a esta marcha como la marcha de los libros, a tono con su efeméride.

La manifestación, además, emparejó las diferencias; se puede estar disgustado con una idea, un partido, un candidato, (incluso hasta con cuestiones internas de la misma Unicen), pero en los temas nodales -y tan básicos- todos estamos arriba de la misma vereda. Nunca hasta ayer la CGT había acompañado un reclamo universitario y creo que tampoco, a nivel local, lo había hecho la Cámara Empresaria, que comunicó su apoyo.

"Por mis viejos, por mis viejos queridos", me dijo ayer, emocionado, un lector, ingeniero, mientras marchaba. Jamás podría haber sido un profesional con un padre que era el mecánico del barrio. La educación pública y gratuita lo hizo posible. Dañar esa gema tiene un costo que las fuerzas del cielo ya empezaron a pagar.

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