AGUAFUERTES VOLVER

Crotos, comisarios y funebreros

Y entonces en el bar un tipo de los que escribía -pero ya no escribe, como la mayoría de mi generación- me dice cómo hago para mantener vivo un sitio web a diario, y no solo eso, dice, sino cómo hago para que eso a su vez se convierta en un medio de vida.

-Fácil -le digo-. Escribiendo.

El tipo que escribía bien y ya no escribe pregunta algo que no podría preguntar alguien que alguna vez escribió, una pregunta más de un neófito que de un excolega.

-Pero, ¿de dónde sacás las historias?

Como si las historias estuvieran, por decir algo, en un estante, aunque más de una vez creo que tengo un almacén de ramos generales donde hay un poco de todo: aguafuertes, crónicas, notas, anécdotas, bien surtido el almacén, pero nunca dejando que baje el stock, o sea que siempre hay que sentarse a escribir, puesto que también las historias sufren ese proceso socio-económico (y político) que se llama el desabastecimiento. A veces, en verdad, no hay ninguna historia por ningún lado, y ya sabemos que sin ellas no somos nada. Por lo tanto no hay que rasgarse las vestiduras si uno a su material, a su materia prima, le llama mercadería, puesto que son eso, las historias, la mercadería del escritor.

Dicho esto el tipo que escribía y ya no escribe me muestra un par de libros que ha comprado, que es la opción más fácil para rendirse a la haraganería: resulta más confortable leer que escribir. Enseguida y de la nada aparece una mujer con un paraguas a medio cerrar y dice de sopetón:

-¿Usted sabía que los crotos eran personas que jamás andaban sin el documento encima?

Le digo que no lo sabía, como tampoco sé por qué esa desconocida se acercó a mi mesa. Entonces se sienta y cuenta la siguiente historia. Hace algo así como treinta años, en la localidad de Vela, había un linye conocido. Un día se murió. El comisario, que era el más bruto de todos los policías del mundo, llamó a la funeraria para que lo entierren de manera cristiana, con un ataúd para mendigos. El funebrero le preguntó cómo se llamaba el croto y el comisario le dijo que no sabía, que no le había encontrado los documentos y que por lo tanto había agarrado una sierra y le había cortado las manos, las cuales llevaría él mismo adentro de una caja de zapatos a las autoridades de Tandil para que los forenses rastrearan las huellas del finado sin nombre. El comisario no solo era una bestialidad en funciones, sino también manejando. Chocó el auto en la Avenida Del Valle, se abrió la puerta del acompañante y a la caja con las manos del linyera se la devoró una alcantarilla. Nunca más se supo de ellas. Dos semanas después en un bolsillo del abrigo del croto encontraron su documento.

-¿Sabe cómo se llamaba este pobre hombre? -me dice la mujer, pregunta que es retórica y que ella responde de inmediato-: Anastasio Méndez. ¿Conocía su historia?

Le digo que no y le agradezco que se haya tomado el tiempo de contármela. El tipo que escribía y ya no escribe parece impresionado. Cuando la mujer se va, todavía algo pálido, me pregunta si le creí el relato. Le digo que sí; esa misma historia, con levísimas variaciones, me la contó hace poco un lector amigo que de Vela sabe mucho.

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