El trampolín era el ícono de la destreza acuática del Tandil de los años felices, será por eso -porque apenas si sabía nadar y el agua me resultaba la más inquieta de las ajenidades- que no me gustaban los trampolines.
El más temible, mirado desde abajo, era el de la pileta de Ferro. Tal vez lo fuera por su altura, me refiero al más empinado de los tres que había. Como siempre los miré con aprehensión y de lejos, ni siquiera puedo contar qué se sentía desde ahí arriba. No es que el trampolín fuera un sitio para dejarse caer desde la Luna, pero había algo en esa tabla colgada desde lo alto, ese vértigo horizontal, esa sensación de peligro inminente, que tenía como un afecto mágico: el que saltaba desde ahí tal como se debe saltar de un trampolín, es decir de cabeza, o dando dos vueltas en el aire para clavarse recto sobre el agua (o sea, nunca el bochorno de saltar de palito), bueno, el que acometía esa proeza ya taquillaba muy fuerte en las miradas de los otros. Y, sobre todo, de las otras. Porque en el fondo creo que el trampolín fue inventado para eso: para ser mirado a partir de una destreza atlética, corporal, que no le ha sido dada a cualquiera.
Había otras formas de pasar por el trampolín, con menos adrenalina: es la que reproduce la fotografía que me hizo llegar el amigo Guillermo "Corcho" Di Giorgio. Se observa el imponente trampolín tricolor y sobre él, pero apaciblemente sentados, un grupo de chicos en pleno verano, felices, ajenos a cualquier disquisición filosófica o existencial. Estaban allí disfrutando de la tarde. Tal vez esperando que llegara el profesor Garaguso, quien le enseñó a nadar a medio Tandil. Pero aprender a nadar, que es una de esas cuestiones que suceden en la infancia o no suceden nunca más, no tenía nada que ver con el trampolín. Nadar era otra cosa, tal vez el más democrático de los deportes. Brazada más, brazada menos, de pecho o de crol, uno más o menos se las ingeniaba para no hundirse y aprendía allí, en esos sofocones inaugurales, en ese aire que se acababa o con las manitos apretadas sobre las barandas de la pileta, una lección fundamental: que la vida es mantenerse a flote.
Saltar en el trampolín era otra cosa. Había en ese acto -cuanto más belleza y más osadía fuera concebido el salto- algo parecido a la silenciosa pero prepotente jactancia del que sabe. No cualquiera saltaba desde el trampolín, no cualquier metía un doble o una triple mortal, y más de uno terminó estrellado de mala forma contra el agua o, mucho peor, contra el borde de la pileta. El de Ferro y el más alto de los viejos piletones del Dique no eran trampolines para cualquiera. Había que subir, tomar aire, mirar el agua planchada, el abismo azul, y saltar sin hacer papelones.
Lo bueno del trampolín era su signo democrático: nadie te obligaba a poner las patitas en el borde de la tabla, como si estuvieras colgado de la cima del Aconcagua. Ir o no ir hacia el trampolín era una decisión íntima, privada y no negociable. Además en ese entonces no había perversos anotando en una pizarra quiénes arrugaban frente al trampolín.
Hubo saltos y saltos. Algunos quedaron en la historia. Ignoro si en los actos del centenario del club Ferro -ocurrido hace horas nomás- alguien recordó el salto más estrambótico e inesperado. La tradición oral se lo adjudica a dos muchachos que parece que eran socios del club: Caíto Alonso y Freddy Colombo. Se tiraron del trampolín alto montados sobre una bicicleta de reparto.
Esos saltos ya son parte de la leyenda.
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