Baúl de la memoria VOLVER

Circos y credulidades

No sé bien por qué nunca me gustaron los circos. Hace muchos años el circo era una de las pocas atracciones que llegaban al pueblo, sin embargo había como una atmósfera sombría, algo dentro y en derredor de la carpa que entonces no sabía explicar y que ahora sólo describo como cierta soterrada tristeza en el devenir errante. Porque además los circos que llegaban al pueblo, entre los años 50 y los 70, eran circos de lástima con animales viejos, si los había, y carromatos desvencijados. Sin embargo, en esas décadas el pueblo vivía como en estado de gracia, como poseído de una condición angélica, y la credulidad dominaba la atmósfera de aquella comarca habitada por 70 mil almas. Era en cierta medida un pueblo virgen de defraudaciones y cada circo que llegaba traía consigo el ángel de la ilusión.

Uno de esos circos fue el de los Hermanos Iñiguez. En rutina proponían función teatral abordando un clásico de la literatura criolla: Juan Moreira (obra que el mundo teatrero es considerada unánimemente como una pieza yeta). Los Iñiguez cultivaban una costumbre muy en boga de los circos de antaño: la "contratación" de extras para ocupar los personajes menores de la obra, y esos extras, naturalmente, eran vecinos que aceptaban el papel con tal de entrar al circo gratis.

En este contexto aparece sin duda el extra más recordado en la historia circense local: fue un vecino de la periferia agrícola. Y se trató de un caso atípico. El hombre no quería ser actor, no quería ser famoso, no era cholulo ni quería llegar a Hollywood para seducir a Marilyn Monroe. Era simplemente un jornalero al que le gustaba el espectáculo circense. Aquella noche el hombre se acercó al baldío de la calle Alberdi donde se levantaba la carpa desteñida y estoica. Sin una moneda en el bolsillo, nuestro jornalero escuchó la oferta que uno de los Iñiguez lanzó al puñado de vecinos que estaban esperando entrar de garrón. "Necesito un extra que enfrente a Juan Moreira. El que se anime mira gratis la función", ofreció. El jornalero, que jamás había probado la adrenalina escénica, aceptó el desafío. Iñiguez le dijo que bajo una mesa de caña, ubicada en el centro de la pista, estaría escondido el apuntador, por si la memoria le fallaba en lo único que tenía que decir al momento de enfrentarse a Juan Moreira: "¡Defendete, maula!". Dicho esto debía dar un paso adelante y simular un ataque sobre el protagonista de la obra. Esa noche aquel circo de miseria estaba repleto. A la hora señalada el jornalero recibió el facón de utilería y esperó la orden del patrón. Iñiguez tiró el escarbadientes -contraseña previamente acordada- y nuestro héroe se mandó para el escenario. Lo encontró a Juan Moreira de espaldas y ahí nomás le gritó:

-¡Defendete, maula!

Moreira sacó el facón y se le vino encima. El jornalero se pegó semejante julepe que retrocedió espantado hacia la mesa donde yacía escondido el apuntador de la obra. Y mientras reculaba, sin querer, le pisó la mano al apuntador. El hombre, dolorido, le susurró: "Me estás pisando los dedos". Entonces nuestro jornalero, sin dejar de faconear a Moreira, gritó para la posteridad:

-¡Me estás pisando los dedos!

Acto seguido los hermanos Iñiguez debieron suspender la función.

Foto ilustrativa

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