Baúl de la memoria VOLVER

Réquiem para las últimas palabras

Las últimas palabras forman parte de un género dramático. Funcionan como un documento oral y grandilocuente que los próceres expelen antes de morir. Se recuerda especialmente el desolador "Ay patria mía", de Belgrano, o el ascético "Viva la patria aunque yo perezca", de Moreno. A nadie se le escapa la polémica e inesperada salida del filósofo Sócrates, quien al borde de la muerte le pidió a su discípulo que fuera a abonar la cuenta de un gallo que tenía impago. "Critón, le debemos un gallo a Esculapio. Paga mi deuda y no la olvides", fueron sus últimas palabras.

Bajando al contexto de la aldea las últimas palabras más recordadas no las profirieron sus próceres santificados, pero fueron pronunciadas con igual convicción. Si urdiéramos un catálogo compilatorio deberíamos consignar ciertas citas célebres emitidas por nuestros compueblanos. En el rubro Oratoria el que encabeza la nómina de los hechos inéditos fue el recordado Aníbal Tuculet. El día de la más grande manifestación popular por la nacionalización de la Universidad, Tuculet, hablando en nombre de la Juventud Universitaria Peronista y desde el balcón del ex Hotel Palace, incurrió en un acto difícil de igualar: frente a la muchedumbre empezó el discurso con un insulto. Molesto porque el tronar de los bombos le impedía la concentración, el licenciado soltó un rotundo: "¡La puta que lo parió!", curiosa introducción de lo que al cabo serían sus últimas palabras en el acto. En el ítem Necrológicas se registran algunas últimas palabras desmesuradas que lograron convertir al difunto en un hazmerreír público. Aún está presente el epílogo de la necrológica que despidió a un vecino con la truculenta frase: "No sólo lo recordaremos por sus cualidades morales sino también por su gordura".

Como se sabe una participación fúnebre anuncia el último acto social en el que interviene el difunto. Es por ello que nadie podrá olvidar las últimas palabras que en 1965 publicó el diario Actividades a una vecina que se acababa de morir. El autor de la participación fúnebre fue el vecino Pirucho Zuluaga, quien involuntariamente le tributó semejante despedida a la infortunada Ana D. Ramos de Mackenzie.

Ana D. Ramos de Mackenzie

Falleció ayer la señora Ana D. Ramos de Mackenzie, a la edad de 83 años después de sufrir una larga dolencia. La extinta era natural de Dolores, pero llevaba muchos años de residencia en nuestra ciudad, en el transcurso de los cuales su exquisita pero bondadosa personalidad la hicieron rodearse de aprecio y estima. La noticia de su deceso ha provocado un sincero sentimiento de pesar, en el que se exteriorizó en la ceremonia de su velatorio que tuvo lugar en Casa García, Belgrano 657 y en su sepelio realizado a las 10. Las entradas para este espectáculo se hallan en venta a partir de hoy en el Salón Parroquial de 19 a 21 diariamente. (???!!!!)

Cada palabra revela la quintaesencia del que habla. Algunos quizá evoquen la tristísima frase que balbuceó a la prensa el vecino Demetrio Brutti aquel domingo de 1986 en que la fatalidad le destruyó con un incendio el negocio de toda su vida: "Dios me lo dio, Dios me lo quitó", dijo amargamente nuestro recordado personaje.

A menudo las buenas intenciones chocan contra los designios del destino. Eso le ocurrió al diario Nueva Era el día que el aviador Peyrel se disponía a volar un aparato de su construcción haciendo un planeo para los vecinos reunidos en las Ferias Francas. "Le deseamos el mismo éxito que hasta ahora lo ha acompañado en sus vueltos anteriores", escribió el aviso del vespertino. En ese mismo vuelo, el Loco Peyrel se mató.

Con la cadencia de un epitafio humorístico, hace más de diez años disparó sus últimas palabras un poco conocido dirigente agropecuario de la Federación Agraria. Estaba dando un discurso en la Cámara Empresaria, y había empezado a sudar la gota gorda pues no encontraba la manera de resolverlo, de cerrar el discurso de una vez y para siempre, en medio de la creciente incomodidad de su auditorio. Con esa presión encima al dirigente se le ocurrió concluir la pieza oratoria con un recurso epistolar, pues lo hizo como si estuviera escribiendo una carta. Dijo: "Señoras y señores, sin otro particular los saludo muy atentamente". Y nunca más volvió a ofrecer un discurso.

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