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Sánchez, el cornudo que no fue

Murió el humorista Carlos Sánchez. De él sólo me queda una anécdota muy patética. Hace más de diez años su representante me pidió los derechos del "Monólogo del cornudo.com", un texto que había escrito y que había hecho más de cien funciones en Tandil con dos actores en sus diferentes ciclos.

Se los di. Ignoro qué compañía se hizo cargo del espectáculo. Me avisaron de la fecha del estreno y no tenía mayores expectativas porque tampoco Sánchez me parecía el actor para ese papel, un referí del fútbol agrario, un tipo elemental y primitivo, cuya vida se había puesto patas para arriba después de enterarse que su esposa lo engañaba por internet. Era el auge del monólogo como género y de la era digital con todos los cambios que empezaban a producirse. Sólo sé que veinte minutos antes del estreno en el Bauen de Buenos Aires se me acercó su esposa al foyer del teatro. Me pidió hablar a solas. Me dijo que lo disculpara a Sánchez pero que no había podido aprender la letra, que había estado con algunos problemas.

Le pedí que no abundara en aclaraciones innecesarias. Eso mismo día -pero grabado- el actor había estado en el programa de Susana Giménez difundiendo el espectáculo. Costaba creer lo que hacía un rato había visto por televisión y la bizarra realidad de un actor que llegado el estreno no tenía la letra en la cabeza. Cuando se fue la mujer, llegó él, se disculpó, dijo que aclararía las cosas en el escenario y después, frente a no más de 70 personas en la sala, ofreció una disculpa leve al autor de la obra para luego arrancar con una cabalgata de chistes malísimos. A la salida una periodista del programa "Intrusos" pretendió emboscarme para el escándalo y yo recordé lo que había dicho el gordo Justiniano Reyes Dávila cuando lo llevaron a la televisión: "¿Cuánto tengo que pagar para salir de acá?".

Sánchez, en verdad, me dio pena. Su representante se me acercó para "arreglar" el tema de los derechos. Le dije que no quería nada, ningún resarcimiento, que ya bastante calvario él tenía con un actor tan poco profesional. Al año siguiente Gerardo Sofovich me robó el título de la obra y la transformó en una comedia. Un afano con ingenio. Tampoco me molesté en molestarlo. Cuando en nuestra mesa del bar le conté estos dos episodios a René Lavand, sentí que su cara se transfiguraba. Detestaba a Sofovich por haberlo barateado en los duros comienzos del ilusionista en Buenos Aires. El tiempo pasó, irremediable, y ahora Sánchez y Sofovich son menos que un recuerdo, casi la nada misma en mi memoria.

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