Historias VOLVER
Te acordás, Laura, que
había días en que el chaparrón nos agarraba en la calle, a la intemperie, y a
vos se te daba por abrir el paraguas, que era un paragüitas de morondanga,
chiquito, el diámetro de una fuente, y vos igual me pedías que me metiera abajo
de ese coso rojo, eléctrico, con el mástil algo torcido apretado en tu mano y
los alambres abiertos, enclenques, que sostenían la tela. Vos decías que ese
paraguas era el mejor del mundo, como una sombrilla a pesar de su diámetro de
miniatura, sencillamente porque nos permitía caminar juntos, decías, en esos
ataques de cursilería que solían agarrarte de tanto en tanto, mientras el agua
caía a mares y la gente huía de la lluvia como si fuera el demonio líquido.
Nunca supe de dónde lo
habías sacado y no sé por qué extraña cuestión (ponele que hablemos de una
alianza entre la meteorología y el romanticismo), toda nuestra historia estuvo
de alguna manera matizada por la lluvia. Casi una paradoja, ¿no? Porque bien
sabés que yo detestaba el paraguas. Al igual que al Fiat 600, lo asociaba con
un adminículo propio de las viejas. Y nosotros éramos jóvenes, y vos un poco
más joven que yo. Eso recuerdo que te dije el día que nos conocimos, donde,
para variar, llovía a cántaros, y vos venías con tu uniforme azul del colegio
de las monjas de la divina redención. Con el sacrosanto paraguas, venías.
Acordate que no nos conocíamos, que te paré en la calle y te dije no sé qué
argumento un tanto rebuscado para intentar detenerte: algo así como que ese
pelo negro y ruliento se lo vería en plenitud con toda el agua de lluvia
cayéndole como un manantial sobre la cabeza, y vos frenaste, sonreíste, y ahí
nomás me nombraste tu teoría del paraguas, en fin, y así empezamos, y en verdad
ni vos ni yo nos imaginábamos aquel día de 40 milímetros de precipitaciones que
íbamos a llegar tan lejos, aunque es verdad que por entonces no teníamos una
real idea de lo que era el amor, qué le vamos a hacer.
Recién bastante tiempo después me contaste tu idea de la cosa. Dijiste que un hombre y una mujer tranquilamente pueden definirse por el paraguas que usan. Yo, para joderte, te dije que no usaba paraguas, y acordate que te pregunté burlonamente, ante esta carencia, en qué clasificación entraba. Pero vos fuiste muy concreta: la gente se define entre los que usan paraguas y los que no usan paraguas. Nos divertíamos con eso, tenías todos los modelos como en un catálogo. Había paraguas prepotentes, tímidos, domésticos, omnipresentes (esa palabrita te mandaste); paraguas fúnebres, alegres, melancólicos, sobrios, permeables, sensibles, blindados, en fin, para sintetizar, que en la elección del paraguas residía la identidad del que lo llevaba.
Todo eso mientras los
años pasaban entre aniversarios, viajes, embarazos, hijos, kilos, canas y
lluvias para todo, incluso para el día soñado que sacamos el cero kilómetro de
la concesionaria. Porque apenas tocamos la calle una nube se disolvió en un
diluvio sobre el auto nuevo, y vos dijiste, una vez más, que la lluvia traía
suerte, esa antiquísima superstición que nos acompañó hasta el altar, te diré,
porque te recuerdo que la iglesia tenía goteras y el agua bendita que nos tiró
el cura hizo lo que pudo, Laura, lo que pudo. Porque en verdad si algo pude
entender de todo este tiempo, es que, aunque sea muy tarde, recién ahora caigo
en la cuenta de lo que vos llamabas la ética del paraguas. Un objeto que
habiendo sido concebido estrictamente para una persona, puede albergar a dos,
apretados, es cierto, pero a dos seres humanos, siempre y cuando el dueño así
lo quiera. Por eso me acuerdo del paragüitas con que te conocí, Laura, y de
esos días que andábamos esquivando baldosas flojas bajo la lluvia, riéndonos de
la gente que corría, ¡que corría creyendo que podía ganarle la carrera a la
lluvia! y de tus manos blancas y pálidas, una aferrada al mástil endeble de tu
paraguas y la otra cerrándose sobre mi brazo, y yo apretándome contra vos, y
ambos con toda la vida por delante, y muchos años después esta casa sola y esto
que te escribo: gracias por la lluvia.
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