El arquitecto Richard Castejón
salió del Municipio después de cumplimentar un trámite en Obras Públicas. Tenía
entre sus manos una obra importante y ahora quería relajarse, buscar un café y
pensar en el plano que le iba a presentar a su cliente. Castejón cruzó la plaza
y cuando dejó atrás la Pirámide y enfiló hacia la escultura de los luchadores
se le apareció la gitana. Era fornida, de pelo gris encrespado y aire de
matrona; una pollera roja con volados fosforescentes le llegaba hasta los
talones.
El arquitecto frenó en seco: si un temor atávico conservaba desde la niñez era el miedo a los gitanos. La mujer avanzó y le pidió que le comprara unos alfileres. Castejón dijo educadamente que no, e intentó seguir caminando. La gitana le cerró el paso. Y le ofreció un frasco de perfume. El arquitecto volvió a negarse. Luego se deslizó hacia la derecha pero la mujer se le vino encima y lo fulminó con una mirada negra como la muerte. La gitana parecía tener un taladro en cada ojo.
Castejón se quedó petrificado. La mujer entonces le dijo que por unas monedas le leería la suerte en la palma de su mano. "Mi suerte ya está echada", le dijo el arquitecto, harto, y retomó el paso. La gitana, enfurecida, le arrojó una destemplada abominación. "¡Maldito! ¡Te vas a quedar pelado!", le gritó. Entonces el arquitecto Richard Castejón se quitó la gorra con visera que dejaba ver su plena calvicie y disparó la mortífera respuesta: "¡Pelado ya me quedé, gitana! ¡Tomátelas!".
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