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Ausencias en el Grill Argentino

Yo entraba al restaurante y él a los dos minutos venía hasta la mesa. Me saludaba por el nombre, yo por el suyo. No era para mí un mozo ni creo haber sido un cliente para él. Éramos un par de vecinos que de cuando en cuando nos veíamos ahí, en ese lugar, en ese cruce, que era algo así como su otra casa: el Grill Argentino.

Entonces me contaba lo que había para comer, hablábamos poco y en ese vínculo hecho con la materia de la vecindad respetuosa, de la cordialidad de base, se fue pasando el tiempo. Más de una vez, me acuerdo, lo vi en la calle manejando una estanciera y supuse que esa debería ser una de sus pasiones, cuestión que pude comprobar cuando tropecé con su Facebook y ahí apareció, vital, feliz, con una caña, su mujer y el Racing de sus sueños. Hay algo clavado: el tipo que tiene una estanciera es casi seguro que le gusta la pesca, la caza, los viajes, la naturaleza. Pero nada más: no supe ninguna otra cosa de su vida y supongo que tampoco él sabía algo de la mía. Una mesa, la que me gustaba elegir y la que él sabía que yo habría de elegir, del lado de la pared, a pesar de los espejos, a media distancia entre el televisor del mostrador y la puerta de salida, un rincón discreto al que él llegaba con la bandeja, la chaqueta verde, la pregunta de siempre, el andar desenvuelto por el salón, por ese salón al que podría recorrer a ciegas, de tanto que lo conocía.

Ahora me entero que fueron 38 los años que Hugo Calvento trabajó en el Grill Argentino, fundamentando una de mis teorías acerca de la prosperidad de una empresa: conservar su planta de trabajadores casi intacta hasta que se jubilan o, como ahora, la muerte se los lleva. Sabía también que el Grill había logrado la receta imbatible: buen precio, muy buena atención y siempre muy buena comida. Y que el dueño tenía por costumbre ser el mozo de sus empleados para quienes cocinaba y servía durante la cena de fin de año.

A Huguito Calvento lo bajó de la estanciera el coronavirus. Recién caigo, entonces, que no lo voy a ver más, con lo cual tengo una razón bastante válida para ir un poco menos a ese mundo que hace algo así como cuarenta años inventó Vicente Murno.

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