Hace tiempo, mucho tiempo, tal vez cuarenta, cincuenta años,
no había eso que hoy se conoce como Off. Había una suerte de víbora enroscada
de color verde a quien le daban el nombre de espirales. Eran fuertes, densos,
bastante difíciles de acomodar para que mantuvieran horizontalmente su equilibrio
inestable. Eran tan fuertes como el olor de los Particulares en versión cigarrillos.
Y era lo único que se tenía a mano contra los mosquitos.
Era un tiempo donde todo se hacía a lo grande. Los autos como el
Fairlane, el Kaiser Karabela, el Rambler. Los baños de las casas con esas bañaderas escalofriantes donde los niños se perdían en el agua. O los enormes fuentones, para quienes no tenían bañaderas. Los
gigantescos televisores blanco y negro. Las heladeras también eran grandes,
rotundas. Cada tanto venía un tipo a echarle algo, se supone que gas, para que
su motor invencible siguiera haciendo kilómetros y kilómetros. Miles de
kilómetros con su clásico ronroneo. Una heladera -como los amigos, como la
esposa, como el trabajo a donde se iba diariamente- duraba toda la vida. Pero
toda la vida en serio, salvo que alguien tuviera mucha mala suerte. No existía,
como ahora, esa cosa llamada "obsolescencia programada", que es lo
más parecido a un fraude blanqueado. Antes era imposible que un comerciante, al
momento de venderte la heladera, o la cocina, te dijera que al cabo de tanto
tiempo se iba a romper y no iba a servir más. Eso era inaudito. Todo, en ese
entonces (asumiendo la ingenuidad del clima de época) era para toda la vida.
Las ideas también. Por ejemplo el peronismo. Peronistas de Perón y para toda la
vida, decían los peronistas. Lo mismo los radicales. Lo mismo los
conservadores.
También los mosquitos. Venían de golpe, de a miles, en masa.
Una nube compacta que llegaba como desde el otro lado del mundo, es decir la
calle, y no había como pararlos. Algunos tapiaban las ventanas con el clásico mosquitero. Otros
pretendían devastarlos a través de una operación ya de por sí compleja, porque el
matamoscas, como su nombre lo indica, fue concebido para asesinar moscas,
estamparlas contra la pared. El mosquito era mucho más jodido. Reposaba en las
alturas del cielo raso. Y ya se sabe que las casas de antes, las
telúricamente llamadas "casas chorizos", tenían los techos altísimos.
No había forma de llegar hasta ahí. Por ahí si el mosquito era medio lelo y se
quedaba en la pared entonces tenía la suerte echada: el chancletazo o
alpargatazo lo dejaba aplastado, inmóvil, pero era como reventar a un soldado
de un ejército de miles. Para colmo esos mosquitos tenían una sonoridad
amenazante. Cuando bien entrada la noche se venían en picada, precisamente a
picarte, el vibrante zumbido en la habitación se hacía cada vez más intenso, y solo
quedaban los manotazos, porque toda la noche metido bajo las sábanas nadie
podía estar.
Así que en cada casa de antes había ciertas cosas que ahora parecen surrealistas. Un botiquín de primeros auxilios. Una despensa para los víveres que se almacenaban. Y un cajón para las velas -porque era bastante común que saltaran los tapones- y los espirales. La caja con los salvadores espirales que eran como el fuego antiaéreo contra los mosquitos. Fuertes, viciaban el aire con una humareda de locomotora y duraban toda la noche consumiéndose en cámara lenta.
Lo cierto es que todo esto pasó al archivo de lo que ya no es: la heladera, la cocina, la despensa, los tapones, las sopapas (bueno, algunas sobreviven), todo, o casi todo, menos los espirales. Ahí están, con mala prensa frente a la competencia desleal del posmoderno Off, del repelente fashion, pero ellos siguen ahí. Sobreviven los espirales como un recuerdo de infancia y un alivio para el bolsillo. A 550 pesos el frasco de Off, los espirales todavía tienen muchísimas razones para seguir humeando en nuestras vidas.
APORTA TU PENSAMIENTO
Los comentarios publicados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de sanciones legales.