Historias VOLVER
El clásico acomodador de los
cines del Tandil de los años felices era un hombrecito con un traje raído que
recibía al público en la tiniebla mortecina que daba ingreso a la sala. Su
tarea era entregar el programa de mano y enfocar el brumoso haz de luz que
emergía de una linterna oxidada con que acomodaba a la gente. Ningún cine que
se preciaba de tal podía prescindir del acomodador, aun frente a la brillante
definición que sobre este personaje acertó a dar el Dr. Florencio Escardó y su
inolvidable Piolín de Macramé. Dijo que el acomodador era "un mendigo de
uniforme al que se le pagaba lo que no merecía por un oficio que no prestaba". El
acomodador tenía dos herramientas: la linterna y la pinza con que ajustaba los
bulones de las butucas que las parejas desbarataban en los escarceos amatorios producidos
durante las películas. El último acomodador fue asesinado de un martillazo en
el Cine Avenida.
Durante medio siglo hubo acomodadores que quedaron para siempre en la memoria de los vecinos. Pero hubo otros al que pocos recuerdan. Tal es el caso de Abelardo Barroso, quien sólo había llegado a ocupar ese cargo por su amor al cine. Lo que realmente anhelaba nuestro personaje era ver películas, las que fueran, en continuado, durante las horas donde quedaba sumergido en la trama del film, y los personajes se le hacían carne de su carne, hasta que perdía la noción de la realidad y la película que estaba viendo se le convertía en la vida misma. Ferraro, el rey de las salas cinematográficas de los años 60, accedió a darle trabajo en el Cine Americano por esa pasión que lo desbordaba. Pero el tiempo de Barroso como acomodador resultó efímero: duró una semana.
La fatídica última noche, Abelardo Barroso acomodó sin ganas a la gente y luego se sentó en una butaca de la última fila a disfrutar de la película. Profundamente abstraído, estaba viendo Pearl Harbor, maldiciendo a los japoneses que con su artero ataque aéreo destruían sin piedad la flota norteamericana, cuando de golpe se le vinieron encima los espantosos murciélagos del Americano. Barroso, creyendo que los aviones irrumpían desde dentro de la pantalla, lanzó un grito de furia y le arrojó la linterna al murciélago que tenía más cerca. Pero le erró y la linterna con las cuatro rotundas pilas Eveready se estrelló contra la cabeza del coronel Martínez, provocando las carcajadas de los espectadores y la ira del jefe del regimiento. Cuando los japoneses terminaron de hundir la flota yanqui, Barroso ya estaba despedido.
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