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Zapatos

Se dispuso a probarse los zapatos, unos mocasines marrones que había elegido de la vidriera. Llevaba un saco azul con un jean y no llegaba a los cincuenta años. Le contó a la vendedora que se deslizaba hacia ese color porque había visto que ahora estaba de moda usar el traje azul con los zapatos marrones. Aclaró que calzaba 40, pero que también podía ser 41.

La mujer fue y volvió con una caja. El hombre sacó los papeles de relleno, miró las suelas con detenimiento. Le gustó ese brillo que expresa todo lo que aún está intocado, inmune, como si los zapatos acabaran de llegar a este mundo. Hundió el pie lento, internándose en un abismo desconocido, primero el derecho, luego el izquierdo. Se paró, caminó dos, tres, cuatro pasos, los sintió confortables. Se sentó en el sillón, los observó fijamente. Después se levantó con la decisión ya tomada. Le dijo a la muchacha que los compraba. Preguntó el precio casi como una formalidad, aunque, al reparar lo que valían, calculó que lograría amortizarlos si le rendían un par de años. Si los cuidaba, evaluó, dos o tres años tranquilamente. Eran las 17.55. Es decir que en cinco minutos comenzaría el simbólico toque de queda con que la ciudad se enajena de un silencio lóbrego, como si todos los relojes se detuvieran al unísono hasta el otro día. Pero ya sabemos de la naturaleza del tiempo, esa ajenidad indefinible, sobre todo ahora, que los días son más cortos, en medio de un mundo que la pandemia puso patas para arriba.

Se dejó puesto los mocasines, pagó con débito y cuando se estaba por retirar la empleada notó que los zapatos viejos del cliente habían quedado varados en la deriva de la alfombra, huérfanos, inmóviles en su orfandad, levemente escorados en la intemperie bajo techo de la zapatería.

-¡Señor, se olvida sus zapatos! -le dijo al cliente que ya había alcanzado la puerta, su mano a punto de cerrarse sobre el picaporte.

El hombre se dio vuelta, la observó con sus ojos helados, apenas sobresaltado por una leve contrariedad y le dijo a la muchacha que no se había olvidado de nada. No parecía ser un fanático de Sabina y la belleza de su metáfora insuperable: "Me abandonó, como se abandonan los zapatos viejos". No había poesía, ni dolor ni desapego en ese abandono. El hombre le dijo a la empleada que esos zapatos ya no le pertenecían. Ahí quedaban, entonces, sobre la alfombra, aquellos mocasines que el tiempo escarneció y ahí quedaba también la memoria de los incontables pasos que el hombre dio en su casa, sus huellas en la pedalera del auto, en la oficina del banco donde trabajaba. Por un instante dio la impresión de que el tipo en vez ir a comprar un par de zapatos había elegido clausurar para siempre un ciclo de su historia. Los zapatos del pasado. Y dejarlos ahí, y no volver a mirar hacia atrás.

-Tírelos nomás -le dijo a la empleada, sin brutalidad, con un tono neutro, con una mueca que amagó a devenir en sonrisa pero que finalmente se diluyó, lacónica, en su cara que parecía de cera, un segundo antes de perderse entre la multitud de los vecinos que, presurosos, volvían a casa a las seis de la tarde.

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