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La voz del chatarrero

Siempre me dije, como consuelo, que un día en plena siesta, que es cuando se le daba por aparecer, iba a salir. Eso me decía siempre: voy a salir a la calle cuando el grito de degollado del chatarrero con megáfono me vuelva a asesinar el sacrosanto ritual que impone el viejochotismo. Iba a salir a la calle y no sé en qué tono, tal vez respetuoso, tal vez desbocado, por efecto del hastío de meses y de años de padecerlo, pensaba plantearme entre su chata y el mundo (porque parte de su mundo es Villa Laza, mi barrio), firme frente al capó de su camioneta derruida, porque la chapa está tan oxidada que parece una invitación al tétanos. Iba a salir y le iba a conocer la cara al anónimo chatarrero, puesto que lo único que sabía de él, de su identidad de base, digamos, estaba en su garganta sublevada, esa voz carrasposa, inconfundible.

Iba a salir para decirle que a la hora de la siesta no tenía derecho: no tenés derecho, hermano, le pensaba decir, a que Dios o el demonio te hayan dado esa gola infernal que el megáfono la transforma en un ronquido indómito, esa garganta de cualquier cosa menos de arena, ese vozarrón cavernoso, indestructible, de donde emerge una modulación aguda con mezcla de nariz tapada, que no es un vozarrón de tribuna sino que más bien procede de un timbre gutural y salvaje, que no cede un instante su arrabalera y vibrante sonoridad y dice lo que dice sin pausa ni puntos ni comas, como un disco rayado, de corrido, sin tomar aire siquiera. Es una voz que se la escucha venir desde muy lejos, por lo menos tres cuadras antes de que estalle frente a tus oídos, como si no hubiera ninguna otra voz ni ningún otro sonido en el insondable universo, hasta que irrumpe por el frente de cada casa doblegando los paredes, haciendo temblar los vidrios, desbaratando las puertas, una voz que dice mecánicamente: ¡Compro plomo bronce baterías cocinas viejas todo lo que no le sirva señora! ¡Compro plomo bronce baterías cocinas viejas todo lo que no le sirva señora! mientras pasa como en cámara lenta para luego perderse al fondo de la cuadra, así sucede ese anuncio sin énfasis de grito, como si el tipo ya de niño hubiera arrancado hablando de esa forma, con ese timbre destemplado que retumba hasta el infinito, y se va apagando menos por el entusiasmo que por la distancia.

Así que un día, que fue ayer nomás, apenas escuché el tsunami vocal asomarse por el fondo de la calle, salí.

-¿Algo para sacarse de encima, compañero? -me preguntó.

Le dije que no con la cabeza. Era una cara que no había visto nunca, ni a él ni al que manejaba la chata.

-¿Nada? ¿Ni una suegra siquiera? -bromeó.

-Nada. Pero la próxima vez me fijo si tengo algo -le dije.

Entonces, ya con la siesta arruinada, volví al texto que estoy escribiendo y mientras buscaba la frase pensé que no tenía derecho a decirle nada, que cada uno se la gana la vida como puede, a la hora que puede y que el tipo estaba trabajando. Y tal vez como consuelo le busqué el colofón antropológico: ese hombre debe ser uno de los últimos personajes suburbanos que merodean las barriadas periféricas, pero adaptado a la posmodernidad utilitaria y efímera. Un chatarrero que tal vez pueda sobrevivir a la miseria porque nada dura nada, o todo dura muy poco, atento a la obsolescencia programada con que el capitalismo te obliga a hacer lo único que desea que hagas: consumir. O porque esos rezagos ya inútiles, cubiertos de óxido y herrumbre, son testimonio de una civilización perdida. De todas maneras, no lo imagino deambulando por alguna zona vip de la ciudad. Es algo así como un fantasma del laborioso pasado al que sólo le quedó la chata desvencijada, la voz arriba, en lo alto, como un estandarte que sobrevive en medio de la derrota, entre las derrotadas baterías, los caños de plomo y las cocinas viejas y destartaladas que compra en los confines del pueblo.

Fotografía ilustrativa.

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