Historias VOLVER
Hace un tiempo sostengo que el periodismo es una profesión
devaluada y en harapos. Una pasión sepultada. Voy a contar una historia de
cómo, en tiempos pretéritos, se entendía el oficio, es decir de lo que era
capaz de hacer un periodista para conseguir la nota, más allá incluso del
reconocimiento o no que recibiera.
Una mañana del '60 el joven cronista Daniel Augusto,
amargado, salió del diario Nueva Era en busca del kiosco de Doña Estrella
Pavioni. No se resignaba a pagar ese impuesto abominable conocido como Derecho
de Piso y su trabajo en la empresa se reducía a consumar una ceremonia que el Director
ordenaba con fe religiosa: la escritura de la pizarra. Entonces había pocas
maneras de informarse: el diario, con el complemento gratuito de la pizarra,
era una de ellas. Hacerla requería de una buena caligrafía al mando de la tiza
y el aprendiz se las rebuscaba para resistir el trance de todo recién llegado
al oficio. En el kiosco el cronista se enteró por boca de doña Estrella que
había ocurrido un suceso conmocionante más allá de la aldea: un choque entre un
tren y un camión en Plaza Montero, páramo ubicado pasando De la Canal. El pulso
se le aceleró. Tenía veinte años y el fuego sagrado por el cual uno elige este
oficio: la determinación irrevocable de volver al diario con la nota.
Entonces se fue caminando hasta la estación del ferrocarril
en busca de alguien que lo llevara hasta el epicentro de la noticia: la
desértica y desconocida Plaza Montero. La fortuna estaba de su lado. Apenas
llegó lo levantó un convoy de carga que iba para Las Flores. El maquinista, un
tipo que se pasaría todo el viaje cantando la marcha peronista, le dijo que se
acomodara al lado de la caldera, de modo que cuando arribó a Montero nuestro
periodista estaba refritado por la combustión y entintado en carbón desde las
cejas hasta los callos plantales. En Plaza Montero se tuvo que tirar de la
locomotora en marcha y caminar tres kilómetros entre los cardales hasta que dio
con lo único que le importaba: el camión partido al medio y el tren de carga
descarrilado. Habló con los protagonistas del choque y luego se preguntó cómo hacer
para que los datos llegaran al diario: entonces no existía el handy ni el
celular, y la única chance que le quedaba era esperar que el ferroviario
peroncho volviera de Las Flores.
Estuvo dos horas parado en la vía bajo el rayo del sol y
cuando ya había perdido las esperanzas avistó una columna de humo renegrido en
la última línea del horizonte. Entonces apareció la locomotora de su salvación.
Esta vez el regreso lo hizo amasijado en un vagón con la compañía de cinco
vacas trémulas, que del horror ante la sospecha del matadero se le desgraciaron
impúdicamente, de modo que cuando Augusto llegó a Tandil ya podría haber
solicitado trabajo en el atmosférico La Vencedora del amigo Daniel Estévez.
Temiendo que la competencia le ganara de mano fue corriendo
desde la estación de tren hasta Nueva Era, y cuando entró a la redacción sus
compañeros registraron la aparición de una criatura fantasmagórica apestando a
carbón y excremento vacuno. Sentado a la máquina de escribir nuestro hombre
narró las peripecias del choque en Plaza Montero que a la tarde ganaría la tapa
del diario.
Al otro día, ya bañado y repuesto, Daniel Augusto llegó al vespertino bien temprano a la espera del premio por la tarea cumplida. Lo recibió el Director, lo hizo pasar a su despacho y cuando el cronista miró al frente escuchó de boca de la máxima autoridad del diario eso que jamás habría de olvidar.
-Tengo un reto para hacerte -reprochó severo Aníbal Filippini-. Ayer te me olvidaste de hacer la pizarra ¿eh? Que no vuelva a pasar -le dijo y ahí nomás dio por terminada la conversación.
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