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Según algunos memorialistas de la vida cotidiana la primera celebración
monárquica tandileña ocurrió en 1964. Es el signo inaugural que más potencia
narrativa produjo entre los vecinos y el que así habrá de ser recordado por la
historia. El indeleble rastro de la monarquía en Tandil. Después vendrían las
reinas de los carnavales, calzados Alteza, el palacio de las medialunas y Monarca,
pero antes de todo eso tuvo que llegar una princesa de verdad a la comarca. Una
princesa de carne y hueso. Arribaba a nuestra ciudad, que por entonces era una suerte
de pueblo grande con algo así como cincuenta mil almas inmersas dentro del
valle, la princesa Benedikte, de la lejana Dinamarca, país donde allá por 1840
había partido Juan Fugl con la épica idea de fundar una civilización. El Loco
Fugl. Aquí, en el culo del mundo, para decirlo con cierto tono coloquial. Llegaba,
la princesa, a un pueblo donde no existía la televisión. Donde había muy pocos
teléfonos y un sistema macondiano para comunicarse: una mujer, La Operadora,
oficiaba de intermediaria entre el vecino que discaba y el otro que atendía. Un
pueblo donde casi todo se hacía a mano: las camas, los ataúdes y, de vez en
cuando, hasta la justicia.
Fugl no inventó una civilización pero estuvo cerca: fundó
una industria, la agricultura, además de haber sido todos los hombres que
ameritaba la estatura de semejante personaje. La posteridad lo evoca
físicamente como la antítesis de su modelo de lucha: de traje, parado y de
brazos cruzados mirando el molino de sus sueños. Pero la inauguración del
monumento a Fugl, en aquellos días febriles de 1964, habría de traer a la hija
de un rey, a una princesa que -para asombro del patriarcado local- fumaba en
público como un escuerzo, costumbre no muy femenina para la época. Dicen que la
estatua, además, había motivado una soterrada disputa entre dos instituciones
que eran la sustancia del círculo rojo lugareño: el Banco Comercial y el Rotary.
Parece que nadie quería ceder el rédito político de semejante acontecimiento,
mucho menos si habían puesto el dinero para la construcción de la escultura.
Pero en la atmósfera social se imponía el glamoroso fulgor de Benedikte que
venía asomando en cámara lenta sobre el firmamento de ese pequeño pueblo de
provincia.
Vamos a las vísperas de su llegada. El 21 de octubre de 1964
Nueva Era lo contará así, con esta inefable postal que alude al provincianismo
cultural de entonces. "En clima de fiesta
la ciudad espera a sus huéspedes. Todos miran hacia Tandil que será sede de
gran acontecimiento". Y el vespertino, que era la potencia mediática de
esos días, añadirá: "Viene una princesa. Una muchacha de veinte años traerá
la representación de todo un país, pequeño y laborioso, que como embajadora de
su buena voluntad nos envía a la propia hija de su rey. Viene a la Argentina
Benedikte de Dinamarca. Y viene a Tandil donde la ciudad toda ha empezado a
sentirse más importante y contagiada de la excitación despertada por su venida,
se ha hecho cargo del honor que le ha correspondido. La ciudad participa. Cada
tandilense siente que tendrá por huésped a una Princesa, y la satisfacción, el
orgullo de ser ésta la sede de su actividad en los pocos días que Su Alteza
Real estará en la Argentina, se trasluce en los comentarios que han pasado a
ser familiares, filtrándose en el tráfago cotidiano, oyéndose por donde deja un
resquicio la actividad de cada día.
"Como un pequeño
milagro, el nombre de Benedikte ha pasado a ser un nombre querido, esperado.
Algo así como la magia de lo distinto, de algo que era siempre cosa de 'allá',
del otro lado del océano y que llegaba envuelto en noticias conocidas pero no
familiares. Y ahora está en casa. Y la novedad. Y en algún lugar de Tandil,
alguna muchacha soñará sin duda en qué lindo ha de ser tener corona. Ser una
princesa como Benedikte y despertar tanto interés su visita a cualquier país,
interesar tanto en todas sus cosas.
"Clima de fiesta
parece enseñorearse del valle pese al cielo ceñudo, y como pocas veces se da, todos
participan. Lejos de diferencias de cualquier especie, unidos en la alegría y
la satisfacción de que el nombre de la ciudad querida se vea unido al del
presidente argentino y al de una Princesa Real. Mientras tanto, los ojos de
toda América están sobre Tandil. Y aparecerán nombres de los que fueron, en la
emoción que pone en el instante la figura heroica de los pioneros.
"Y habrá brindis.
Quizá sea el champagne el preferido. Es la costumbre. Pero, sin embargo, por lo
menos tendríamos que hacer un brindis co Akvavit. Recia y fuerte. Como para
sentirnos más daneses junto a la Princesa." (Diario Nueva Era. Tandil, miércoles
21 de octubre de 1964, pág 4.)
Y llegó la princesa nomás. El gobernador de la provincia
declaró asueto. Y también se apersonó el mismísimo presidente de la Nación. Y
el intendente José Emilio Lunghi -dato que preanunciaba el gusto por los fuegos
de su hijo- la recibió como a una verdadera princesa: con el pueblo en las
calles. Y en el atardecer los fuegos artificiales poblaron el cielo tandileño.
Según los memoriosos, fueron disparados desde las alturas del Palacio Municipal
para regocijo de la multitud agolpada en la plaza mayor. Pero faltaba algo más,
algo que una comisión de notables venía gestando desde hacía meses y que podía
leerse textualmente así: "Se comunica a
los interesados en concurrir al almuerzo del día 24 de octubre en honor del
Excmo. Señor Presidente de la Nación, Dr. Arturo U. Illia y de su Alteza Real
la princesa Benedikte de Dinamarca que podrán adquirir las tarjetas en la
Cámara Comercial e Industrial de Tandil, único lugar habilitado para ese fin,
hasta el día 15 del corriente. Se ruega por razones de mejor organización
retirarlas lo antes posible". Firmaba el convite la Comisión Pro Monumento
a Juan Fugl. El cronista no encontró datos ciertos acerca del costo de la
tarjeta.
Dicen que el almuerzo fue en el Regimiento. Un asado
multitudinario. Dicen que, en virtud de la modestia presupuestaria, el
Municipio tiró la casa por la ventana obsequiándole a la princesa una montura
finísima que fue expuesta a los ojos de Benedikte sobre un brioso equino
paseado para la ocasión. La foto de Rembrandt que acompaña este artículo expone
la suntuosa cabalgadura. Cuentan que cuando Pepe Lunghi le entregó la montura,
Benedikte sonrió y prendiendo otro cigarrillo disparó su único caprichito de sangre
azul.
-Muchas gracias, señor, pero le falta algo... deslizó.
-¿Qué cosa? -indagó Lunghi, desconcertado, al traductor.
-El caballo. Me encanta el recado pero también quiero el caballo -pidió la princesa.
Y, por barco, le tuvieron que mandar el caballo nomás.
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