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Escribí esta crónica en 2016, después de conocer a Margarita y unos
cuantos años después de que me fuera revelada su increíble historia. Todavía
existía entre nosotros la Tienda La Capital.
La mujer tiene algo más que setenta años. Viene derecho a la mesa del Bar La Vereda, pide permiso y se sienta: "Yo soy Margarita", me dice. Y aclara evocándome una historia que escribí y publiqué hace más una década: "Soy la mujer que el marido cambió por un camión". Está floreciente, con lo cual se demuestra que la edad tiene más que ver con el calendario del alma que con el rigor de los huesos. No la conocía, o, mejor dicho, sabía de ella por el relato que hace diez años reveló un tipo llamado Aldo en una mesa del Bar Firpo. (Breve digresión: en realidad había ido al Firpo en busca de los testimonios de los parroquianos, el día después que Pupé Cáceres Cano, la primer feminista de la era moderna local, entró al bar, pidió una botella de ginebra y se la bajó enterita acodada en el mostrador. Para los clientes fue un acontecimiento fantasmagórico: según la leyenda nunca había entrado una mujer al centenario bar y menos que menos para tomarse una Bol's como un parroquiano más).
Volvemos. La historia de
Margarita también era un tanto inaudita y difícil de creer. El matrimonio
llevaba, para ese entonces, como veinte años de casados. Pero era un matrimonio
de los de antes, ésos que iban juntos hasta el fin del mundo en medio del martirio
más formidable. Eran los años del patriarcado de acero que, en Tandil, hizo
célebre la cita que García Márquez escribió en El amor en los tiempos del cólera: era un pueblo repleto de mujeres
que no habían tenido un solo instante de felicidad. O que habían nacido para la
desdicha. Eso era Margarita. A los cuarenta años estaba llena de hijos y con una
vida condenada al cautiverio de la cocina, ámbito que se ubicaba en el fondo remoto
de la casa chorizo de la calle Alberdi donde vivió algo así como la mitad de su
existencia. Hasta que Aldo, su marido, lo quiso. Hasta el día en que, sin
aviso, la cambió por un camión.
Ella conserva la fecha exacta
desde la imborrable memoria con que se recuerdan esos días trascendentes: el
nacimiento, el casamiento, la muerte.
-Fue el 17 de agosto de 1977.
Hace 39 años -dice.
Su relato es idéntico al que ventiló aquel hombre de pocas palabras y
mirada torva ante los parroquianos del Firpo, ignorando que entre los presentes
había un coleccionista de hechos inefables. Aldo lo narró como si fuera una
anécdota. Con esa impune e involuntaria banalidad, teniendo en cuenta, además,
que era una de los protagonistas de la historia. Hay que decir, a modo de
contexto, que eran los tiempos donde los vecinos socializaban sus tardecitas
sacando las sillas a la vereda. Era la época donde la gente hablaba entre sí.
Donde la familia se iba a dormir sin echar llave a la puerta. Donde en el
pueblo no pasaba nada y cuando pasaba algo, esa noticia se iba a comentar
durante los próximos diez años. De esa suerte de cadena narrativa nació hace
siglo la tradición oral. La casa de la calle Alberdi tenía una puerta de chapa,
un frente encalado y una imponente magnolia, la única de todo el barrio. Era el
preludio de una de esas noches cálidas donde la Luna le guiña un ojo al que la
mira.
De golpe, del fondo de la calle,
apareció el anónimo camión. Un Dodge bien cuidado. Margarita estaba adentro, preparando
el mate. El que manejaba el camión venía despacio. Aldo lo vio llegar y le hizo
seña para que se detuviera.
-¿Está en venta? -preguntó.
El camionero se encogió de
hombros. Hacía poco que había terminado de pagarlo. Estacionó y se bajó del
Dodge. Era un tipo bajito, de gorra, de una sencillez a tono con las impecables
alpargatas.
-Hágame una oferta -le dijo,
sonriendo.
Nunca pensó que el otro le iba
proponer muy seriamente:
-Se lo cambio por mi mujer.
El camionero enmudeció pero algo,
su intuición, su propia musa, un momento de inspiración súbita, le puso en la
boca las dos palabras más formidables que pronunció en su vida.
-Trato hecho.
Tras lo cual, Aldo se levantó de
la silla, entró a la casa , atravesó el pasillo repleto de las flores que
Margarita cuidaba más que a su propia vida, y le descerrajó sin anestesia su bestial
telegrama de despedida: "¡Vieja, tomátelas!".
-Y acá estoy... -me dice Margarita
y corrige-: Mejor dicho, acá estamos... -y mira hacia la vereda de enfrente.
Saliendo de la tienda La Capital aparece la figura de un hombre bajito, de gorra, con bastón, algo inclinado pero vital. Mira a Margarita, sonríe y viene hacia ella como si fuera la primera vez cuando la conoció en medio del abandono, en la soledad de aquella cocina huérfana de olores y de amores de la calle Alberdi. Me saluda y cuenta que desde que se bajó del Dodge aquel atardecer de 1977 nunca más volvió a subir a un camión.
-Es el hombre de mi vida -dice Margarita y se aferra a su brazo, feliz y sencilla con su risa blanca como el arroz.
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