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La forma y el fondo

Tengo una lectora joven, acabo de enterarme. Debe andar por los veinte años y ayer tropecé con ella en pleno centro. Me dijo: "Leí su artículo sobre la profesora y me quedan algunas dudas. ¿Qué importa más, las formas o el fondo? Porque no está claro o no lo entendí". Recién entonces advertí, gracias a su juventud interpeladora, algo que deberíamos saber todos los que nos dedicamos a escribir y que deberían saber aquellos que se dedican a la política, porque la palabra sigue siendo la mejor y más valida herramienta de convencimiento: que el tono (o sea la forma) es el fondo. Son, forma y fondo, inescindibles, porque el tono con que uno dice las cosas es la esencia de lo que uno es. Y si hay alguna duda, pensemos en el tono de Borges explicitado en sus libros y en su fondo, su personalidad y carácter de escritor, o en el tono de Perón y en su fondo, o en el tono de Cristina y su fondo. Lo mismo vale para el diputado Fernando Iglesias de JxC y el candidato "libertario" Milei, ambos sosteniendo el estandarte de la violencia retórica consuetudinaria. Se expresan violentamente porque son violentos. No hay separación posible entre lo que se dice y lo se es.

Y esta cuestión va incluso mucho más allá de lo que se enuncie. Porque lo que se diga, sea una genialidad o una bestialidad, va a estar condicionado al cómo se lo diga. No faltaron en estas horas quienes aludieron al tono de la tandilense Laura Radetich, naturalmente desencajado, una octava más arriba, saturado por la ira y con evidente precariedad en la riqueza de su vocabulario, algo extraño en un profesor de historia. Es una carrera (como física, como sistemas) donde hay que leer, y no es una casualidad que los físicos y los ingenieros en sistemas escriban bien. Lo mismo -y más aún- para los profesores de historia. Suele descontarse que quien escribe bien, habla bien, como si una cuestión fuera una consecuencia natural de la otra, pero no siempre es así. Por lo general, un docente tiene un mecanismo aceitado del lenguaje y tampoco es una casualidad que sea la docencia una de las profesiones que más ataca a las cuerdas vocales. Sea como fuere, el marco teórico del docente le alcanza y le sobra para exponer sus ideas civilizadamente frente un grupo de adolescentes, quiero decir para hacerlo con una mínima riqueza en el léxico y en la forma de narrar, donde, como se sabe, cualquier idea fluye y avanza mejor cuando el envase (el tono) representa bien al contenido (la forma).

La cuestión del tono resulta crucial en estos tiempos porque cualquier noticia sucumbe a la primera y fatal impresión de la imagen cruda y dura que expresan las redes sociales, esa imagen que en segundos será replicada por millones de personas, en el reino digital-global de lo efímero, donde ninguna noticia dura mucho (salvo este escándalo), pero que mientras transcurre tiene un poder devastador por su sinergia arrolladora. Así las cosas, nadie sale indemne del tono que elige usar en el momento, el sitio y la actividad que sea, mucho más en una escuela. Recuerdo que en el colegio secundario de los 70, además del torturador de baja intensidad a cargo de Castellano y Literatura que padecimos, al que muchos años después le caería un allanamiento en busca de desactivar una red internacional de pedófilos, había otros profesores que cultivaban el buen gusto de sostener la autoridad sin elevar un solo decibel el volumen de su voz. A Roberto Dabidós, profesor de Geografía, yo lo había bautizado como el Monumento a la Calma. Jamás debió acudir a la tarjeta amarilla (las amonestaciones), ni mucho menos. El tipo se sentaba, prendía un pucho, y empezaba a hablarnos en su cadencia armónica de las capitales de Europa, y del Río Támesis y toda la atmósfera del aula, naturalmente, se aquietaba en esa meseta apacible a partir de la personalidad del profesor, es cierto, pero sobre todo de la mejor herramienta que tenía para comunicar su saber: la voz.

Esto no quiere decir que un tono compuesto de moderación pero también de firmeza, esté exento de extremidades. Con todo el control de los matices de la voz, su coloratura y sus inflexiones se puede decir la más horrenda brutalidad. Pero el efecto nunca será el mismo, sobre todo cuando -como sucede en un aula- hay una profunda asimetría entre el docente, que tiene el poder, y sus alumnos, que carecen del mismo. El tono se ha convertido (o siempre lo fue) en algo tan vital, que finalmente termina condicionando lo que supuestamente debería ser el fondo del asunto, hasta opacarlo en toda su completud. De la airada exposición de Radetich quedó flotando en la construcción del sentido -que es lo vital, donde se juega la suerte de la política- más su forma desaforada que sus críticas a Macri, por ejemplo.

Nadie, por otro lado, objeta lo que sería una necedad: negar el acto político, como si la escuela estuviera en la Vía Láctea, porque además todos los actos de nuestra vida son políticos. Y mucho más los actos que nos vinculan con los otros, con la necesaria otredad. Ese puente sutil, estrecho y delicado es por el que debe caminar el docente, con su ideología, con sus ideas, con su visión del mundo, pero sobre todo con su respeto. En la antevíspera el Presidente, que parece no encontrarle ningún valor al silencio, se refirió a un "formidable debate" ocurrido en la clase de la profesora Radetich. El argumento es falaz porque el debate ocurre, siempre, entre pares. Y no hay nada más impar que un profesor y sus alumnos. Si pensamos sustancialmente en los modos, en la forma, en el tono, podríamos tranquilamente imaginar la misma escena en el aula pero produciéndose en un discurrir cordial, plural, respetuoso, con más pasión por la escucha del otro que por la enunciación propia. Y en la mixtura de esas ideas que se contraponen y colisionan, por esa rendija mínima aparecería el fulgor imprescindible, el del pensamiento crítico, puesto que supongo no debe haber mejor valor agregado para quien está al frente de un aula que enseñarles a pensar por sí mismos a sus alumnos.

Mi lectora joven, con su disquisición acerca del primer artículo que escribí sobre este tema, también me indujo a revisar un asunto determinante en el oficio del narrador: qué tono usamos para contar una historia. Sabemos que podemos tener la mejor historia en nuestras manos, pero también sabemos que fracasará sin pena ni gloria si erramos en la forma de contarla.

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