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Escribí un breve artículo sobre el Hotel Crillón y la nota disparó la respuesta de los lectores, entre ellos extrabajadores del hotel que fueron reconstruyendo su historia y lo que ocurrió para llegar a tan aciago final. Entre los aportes, surgió un e-mail que me envió la lectora Verónica Rizzardi, quien por azar le tocó recorrer no hace mucho el hospedaje. El texto está muy bien narrado y por eso mismo describe con perfecto detallismo esa suerte de modesto Titanic hotelero en el momento que se hundió, y cómo tantos años después todo está tal como era entonces. Me gustó tanto su narración que me pareció pertinente compartirla con los lectores.
Habiendo terminado de leer la última nota, o no tan última; quiero contarte el enorme privilegio de haber recorrido los pasillos, cocina, habitaciones , incluso terraza, pasando por el gran lavadero, sala de máquinas y otros intrincados espacios de este gigante dormido.
En ocasión de estar en la búsqueda de un lugar para trasladar "el Conser" meses antes que la cuasi tragedia bajara el telón para la casa de Alem al 300, pude ingresar y caminar el edificio del Hotel Crillón.
Inimaginable la cantidad
de historias que fueron apareciendo al andar, fue una experiencia similar a ser
parte de una película y atravesar la barrera del tiempo como si tal cosa: en
cada paso esperaba cruzarme con un camarero, una mucama o la sombra de Cuba,
quien casi sin querer dejó su Office con un par de libros abiertos sobre el
escritorio.
Mi atención quedó atrapada en la cocina: una enorme cafetera, aún sostenía el filtro de gran tamaño ¡¡¡con café convertido en polvillo!!! Mirando las estanterías, aún estaban tazas, platos y pocillos entre viejas servilletas, que en sus mejores épocas, tuvieron el color de la nieve. Algunas mesas, aún conservaban la vajilla colocada para un huésped que se levantó rápidamente o no llegó todavía.
Las habitaciones, párrafo aparte:
cada una de ellas tenía la cama matrimonial o de una plaza ¡tendida! Levantando
brevemente uno de los extremos del cobertor; estaba la almohada enfundada en el
compossé de rigor, eso sí: el teléfono en cada una de ellas permitía imaginar
los más aburridos o previsibles pedidos a la habitación; tomados por un
conserje semidormido, acodado sobre una breve repisa que más molesta que
cómoda, le recordaba que no debía sumergirse del todo en el sueño nocturno.
Lo que más me impactó fue ver
colgando de un extenso cable y casi apoyado en el suelo; el tubo del teléfono en una cabina vidriada
en planta baja, Un aluvión de preguntas hizo que me detuviera justo ahí, viendo
cómo un espejo devolvía mi imagen cómo sólo ellos saben hacerlo. Supuse que
abriendo o entornando esa puerta, los ecos de
viejas conversaciones llenarían ese lugar y viejas voces se harían oír.
Las cortinas, ya hechas trizas,
se sacuden y ni siquiera espantan a las palomas que, familiarizadas con su
vaivén, juegan a las escondidas.
Casi llegando a la puerta, y yendo hacia la izquierda, me
adentré en estanterías prolijamente ordenadas y obsequiando para su uso, los
útiles más modernos; para esa época, claro: corta papeles, saca puntas de
escritorio, grandes libros, estos
últimos prolijamente escritos dejando registro de "viajantes, turistas
gasoleros y visitadores médicos".
Pude recorrer en su totalidad este edificio, y cada paso que daba, me inundaba de diversidad de emociones y la sensación de haber estado allí, casi como una mosca, mirando sin ser vista.
Fue tremendo verlo; adivinar que la gente se fue casi corriendo, a las apuradas, sin ordenar después del desayuno. O quizá volverían en cualquier momento. Se les acabó el tiempo y quedó ahí guardado. Time out.
Verónica Rizzardi.
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