Hubo un instante en la historia del parque automotor local,
que uno de los modelos de coches menos frecuentados por el paladar de los
vecinos era el Siam Di Tella 1500, auto que se recuerda vivamente en la aldea
por su efecto social opuesto: aunque tuvo su atracción en las clases medias era tal vez el menos deseado frente a los
opulencia de los Kaiser Carabela (siete metros de largo) y más tarde del Rambler,
el Fairlane y el imponente Torino. Dicen los constructores de antaño que la
proporción de los metros cubiertos de las casas de mediados del siglo XX se hacían calculando
el tamaño del garaje de acuerdo al automóvil que allí se guardaría.
Cada vecino que se mostraba al volante de tales
transatlánticos producía en el vecindario un momento de súbito dolor, tal como
el escritor Ambrose Bierce entendía esta cuestión. Bierce definió al dolor
como: "Estado de ánimo ingrato causado por la felicidad ajena".
Pero el dolor, que es hermano de la envidia, pronto dejaría
paso a una catártica felicidad social. Porque el Di Tella, más modesto, trajo
de fábrica ciertas desprolijidades técnicas, a saber.
La llave de arranque exigía el brazo de un contorsionista
para su accionamiento; si había que sacar la rueda de auxilio era necesario
embocar la manija de puesta en marcha manual, en un zócalo ex profeso y
mediante una rotación de "destornillar" había que ir bajando la
rueda.
El auto tenía dos llaves, pero por algún inescrutable proceso de raciocinio anglosajón, una de ellas abría encendido, puertas y tapa de tanque de nafta, mientras que la otra abría solamente el baúl, pero eran los dos idénticas. Y si algo faltaba, la perilla para destrabar el capot estaba ubicada a la derecha, siendo necesario recostarse sobre el asiento para accionarla. Por todas estas razones el Di Tella está asociado a la memoria emotiva del Gordo Everardo Raymundo, visitador médico, primer vecino que compró un auto de estas características y al que un glorioso e inolvidable domingo de invierno, cinco meses después de la adquisición, decidió prender fuego en plena vía pública, en un ataque de exorcismo automotriz, harto de ese automóvil del demonio que le había arruinado la existencia. Todavía en el Barrio Jardín, que había sido recientemente construido por el intendente Pepe Lunghi, recuerdan el acontecimiento y la tardía llegada de los bomberos, pasada una hora y media del siniestro.
Frente a tan dantesco espectáculo, la Hermandad de los Poetas Melancólicos, una logia de poetas fracasados que solía juntarse en el Bar Ritchmond y que se dedicaba a romantizar el pasado (el pasado de una ciudad sin autos), adujo que el piromaníaco episodio había sido el único acto poético del Gordo Everardo Raymundo a lo largo de toda su existencia.
Imagen ilustrativa.
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