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Ponele Piringundín

El asunto es así, o al menos así lo cuenta la historia oficial: en las primeras décadas del siglo XX dos gallegos, Pérez y Guindin, tenían en Buenos Aires sendos tugurios de mala vida, como solía decirse, en la zona del bajo, habitado también por alternadoras o coperas a su cargo. La tradición oral, entonces, hizo popular el giro de ir a lo de Pérez y Guindin. El uso derivó en ir "a lo de pereguindín". Finalmente la lengua popular se refirió "a los piringundines" como las cuevas de los arrabales donde se practicaba la prostitución a instancias del dueño del piringundín, el cafishio (versión masculina que remplazó a la madama de la prostitución decimonónica). Va de suyo que ni Pérez ni Guindin fueron conscientes de la creación de un neologismo que logró imponerse con la fuerza arrasadora del lunfardo, es decir de afuera, de la periferia auténtica, hacia adentro donde presumía la lengua culta y "bien hablada". (Los exégetas del lenguaje inclusivo deberían entender que la lengua no se impone con una resolución, como en ciertos ámbitos institucionales y académicos, sino por el uso natural, por la marea de las voces anónimas que fuera de la dictadura de la moda y el esnobismo de la progresía iluminada, la producen y construyen sin artificios su sentido).

En Tandil, durante las últimas décadas del siglo XIX, a los lugares donde se ejercía la prostitución se los llamaba como "Casas de tolerancia". Siempre me llamó la atención ese término, tan inherente al forzado pudor de su época. Recomiendo un libro muy bien escrito, en su prosa y en su investigación, por la historiadora local Karina Carreño: Noches alegres, muchachas tristes, porque en apenas cien páginas está el sustrato y la historia viva de la prostitución en Tandil desde 1870 a 1910.

Volvamos. Poco y nada más sabemos de Pérez y Guindin, pero sí del neologismo que atravesó la dialéctica tanguera a través de la cruda voz de los suburbios, y se instaló cómodamente en el habla coloquial para referirse a los sitios donde se practicaba, citando el lugar común, "el oficio más antiguo del mundo".

Así nació y se popularizó, entonces, el término piringundín, el cual me parece como locución mucho más genuino, con mayor honestidad intelectual, digamos, que los eufemismos que le precedieron. Cabarute, cabarulo, burdel, prostíbulo, en ese orden más o menos cronológico, fue dejando en el pasado al vocablo piringundín, hasta que se extravió en la niebla de las palabras desvanecidas. Otros giros aún más brutales y por cierto más lamentables daban cuenta de una actividad siempre marginal, abominable para las mujeres que vivían en estado de cautiverio, ilegal pero practicada bajo la "protección de la policía": el matadero (que nada tiene que ver con la obra maestra de Echeverría), el lupanar, la mancebía. Hasta que llegó el eufemismo más patético de todos, por lo lavado en sí mismo: el "Café Bar". Se impuso a partir de los años 80, cuando ya la prostitución empezaba a estar en la mira de lo inadmisible (trata de personas en la modalidad de acogimiento con fines de explotación sexual, etc), pero aún faltaban algo así como veinte años para la prohibición oficial de esos antros.

Ahora volvamos al "Café Bar", a esa nomenclatura híbrida, más propia de cómo el idioma de la burocracia estatal se las ingenió para estampar el sello de la habilitación municipal. Pensemos entonces qué nos dice el "Café Bar", cuál es su significante. Ninguno, el término brilla por su redundancia y, en este caso puntual, por su elusión. Si hay café, generalmente hay bar. Y viceversa. Soterrado en esta expresión angélica, la prostitución en Tandil se refugió en este retruécano del lenguaje. En los 80 la Avenida Machado fue el sitio predilecto de los prostíbulos. Algunos fueron bautizados con nombres desafortunados por su implícita grosería: "La Lechería", seguramente es el más lamentable. El "Toti y Moni", un clásico de esa época. Fuera del circuito de Machado, sobre la ruta 226, cuando las colectoras recién empezaban a nacer, "Los Tigres" cobró fama y popularidad entre viajantes, camioneros y peones golondrinas, regenteado por un gitano alfonsinista, alto y de frondosa melena, que solía tomar café en el Bar El Cisne, muy amigo del exconcejal Hugo Escribano, y quien alguna vez tuvo la peregrina idea de que Escribano invitara al presidente Alfonsín a pasar "un buen rato" en sus instalaciones.

Pero si hay un "café bar" que lideró su rubro fue el "Jotacé". O: "JC" a secas. Un salón diminuto donde los hombres pagaban la copa a las prostitutas y eventualmente "el pase" hacia los pequeños dormitorios instalados en el fondo del inmueble, el cual estaba ubicado en plena calle Rodríguez, pero fuera de las cuatro avenidas. Se llamó así porque el prostíbulo tomó las iniciales de su dueño, Jesús Coldeira. En la noche todos lo conocieron como el "Rengo" Coldeira, un personaje clave, como "Carita" De los Santos, del sórdido lupanar serrano, asimilado al paisaje social con la misma pasmosa naturalidad en la que convivían inmigrantes y criollos, abogados, prestamistas y plomeros, proxenetas y médicos, quinieleros y maestras normalistas, una galaxia de setenta mil almas donde la doble moral, la hipocresía y el pintoresquismo solían compartir la misma vereda. Otro mundo, otras voces, otros ámbitos, para decirlo a la manera de Truman Capote. Este domingo, la necrológica de El Eco lo recordó, precisamente, cuando Coldeira en la vitalidad de sus mejores años "logró crear su propio Café Bar", decía textualmente la crónica. Se refería, pues, al Jotacé, tal como los parroquianos lo pronunciaban para aludir al prostíbulo en cuestión. De café no tenía nada; de bar, menos. El lenguaje del obituario, con sus camuflajes, eufemismos y elusiones, daba cuenta del súmum aspiracional al que había llegado Coldeira, que fue tan español como Pérez y Guindin, y simétricamente cumplió un idéntico destino.

Imagen ilustrativa.

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