Baúl de la memoria VOLVER

Todo es Historia: Palmó en el mueble

(Este artículo fue publicado algunos años antes que se demoliera el primer y mítico albergue transitorio de Tandil, el California, que dejó para la posteridad, entre decenas de historias divertidísimas, la mejor de todas, una tremenda tragicomedia ocurrida una noche de 1971. El episodio, que luego también llevé al teatro, me fue referido -ahora puedo decirlo- por Marcos Vistalli, a quien le dedico este texto como homenaje y gratitud a la hora del adiós, y que ahora vuelvo a compartir con todos los lectores).

En ese tiempo al telo se lo llamaba mueble. O, en femenino, la amueblada. Para el caso es lo mismo, pero el relato impone cierta precisión conceptual, a fin de colorear el clima de época. Había en el pueblo sólo dos amuebladas. La de nuestra historia es una que jamás cerró sus puertas desde el día en que el gallego visionario la fundó. Para el emprendedor, ése era uno de sus máximos orgullos: que el mueble no hubiera conocido jamás un sábado, un domingo, un feriado, una revolución, una fecha patria. Nada. Tampoco bajó la persiana la noche que un cliente se le vino a morir en la catrera.

Primero lo primero: el rubro no escapó a la lógica comercial binaria de su época que se extendería hasta finales del siglo veinte. En los años setenta el pueblo tenía dos pompas fúnebres y dos albergues transitorios. Si de "entierros" se trataba, la cifra no superaba ese par. Número cabalístico, el 2, que se corresponde también con los protagonistas de esta historia: los dos miembros de la pareja que aquella noche se refugiaron en el cuarto número 2 de la amueblada, cuya capacidad de alojamiento entonces no superaba las cinco habitaciones. Ir al mueble en ese tiempo era como prepararse para viajar hasta Mar del Plata. Es cierto que las distancias son las mismas que ahora, pero el pueblo entonces era un pañuelo, sus calles de salidas eran de tierra. Si hasta la ruta 226 era de tierra. En ese pueblito agobiado de comadronas de talante agrio y embalsamadas de rencor que fermentaban la hiel de las infidencias, ajenas ocurrió la tragedia.

Aquí lo voy a llamar el Tuerto, porque así le decían sus dos amigos, los de más confianza, dado que el hombre tenía su carácter. No cualquiera iba a andar diciéndole tuerto del ojo revirado ni nada de eso. Él decía que no era tuerto, que tenía una mirada bifocal o algo por el estilo. Era una excusa que le había dado el oculista al no poderle solucionar el problema cuando se le piantaba el ojo derecho. No importa. El Tuerto tenía, digamos, una amiga. Un filo. Una historia con una morocha pulposa y sensual. Tentación que justifica haberle faltado el respeto a esa verdad sagrada que dice que donde se come no se defeca. Pero, bueno, el filo era la secretaria. Y acá nos permitimos una breve digresión: para ella el Tuerto no era un filo. Era el amor de su vida. Porque antes había dos clases de mujeres: las que se casaban y las que se quedaban para vestir santos. Las solteronas. La secretaria no era ni lo uno ni lo otro. Esperaba tal vez con infinita paciencia que el Tuerto se fuera con ella. Una ilusa. En ese entonces un hombre tenía que estar loco para hacer eso. Y mucho más tratándose del Tuerto que tenía una familia hecha y derecha. Pero la carne es débil y nuestro amigo estaba loco por su secretaria. Así que en esas condiciones llegaron al mueble. Invierno de 1971. ¡Había que tener ganas para irse hasta el fin del mundo, que era donde quedaba la amueblada, con ese frío gélido que helaba la sangre! Pero bueno, el tuerto tenía un Falcon comprado en Tandilco, con palanca al volante y calefacción. No cualquiera andaba en ese bote entonces.

Así que nos ubicamos. Sede del glorioso Club Ramón Santamarina. Siete de la tarde, hora en que los parroquianos dejaban de trabajar y se iban al club. Sentados a la mesa de los amigos el Tuerto, Graciano y Teté. Habían terminado de jugar al billar cuando se imaginaron lo que se venía. Porque en un momento el Tuerto miró a sus dos amigos y guiñando un ojo dijo su frase preferida: "Esta noche tengo tiroteo". Le gustaban las metáforas de cowboy. Los amigos entonces ya sabían que el Falcon no saldría para el Americano, sino que iría derechito hasta el mueble. Bueno, no tan derechito porque para llegar a salvo el Tuerto tenía que hacer una odisea en el recorrido. Ocurre que sobre la Avenida Brasil, que en ese entonces se llamaba Vargas y por poco era una selva con una miserable callecita de tierra en el medio, había algo así como tres casas, y en una de esas casas vivía una vidente y curandera que era medio pariente de la familia o algo así. Así que el Tuerto tomaba sus precauciones. Primero la subía a la secretaria en la esquina de la estación de servicio de Picabea, ahí en Avellaneda y Santamarina. Tenían los relojes sincronizados y no había semáforos, por lo tanto el cruce no tenía esa demora que hay ahora, y mucho menos bulevard... Y después daba toda la vuelta y se iba por la 226 hacia el paraje Los Laureles. Casi un rally hacía hasta llegar a la amueblada. Sigamos. Antes de irse, Graciano le hizo una de esas bromas de su estilo: "Si hay dos tiros dedicáme uno", le dijo. Los tres se rieron. Y todo hubiera quedado ahí si no fuera porque a las tres de la mañana en la casa de Teté sonó el teléfono.

Pocos, muy pocos vecinos contaban con el aparato mágico. Cuatro dígitos, nada más. Entel no te limaba el cerebro como ahora que es imposible memorizar un celular. Y cuando el teléfono sonaba a esa hora de la madrugada, antes de descolgar uno ya sabía que tenía que ir buscando el saco para enfilar a lo de Beto Manna. Norma, la señora de Teté, saltó de la cama y Teté atendió. Al principio no entendía nada. Era el Mueblero, o sea el dueño de la amueblada. Se conocían de toda la vida sin haber cambiado nunca una palabra, porque les reitero que era la época del pueblo donde todos se conocían con todos. Había una línea de respeto, una tradición ligada al apellido, esas cosas. Entonces el Mueblero le dice: "Teté, tenemos un problema". Hasta ahí Teté no relacionó una cosa con otra, porque siempre fue medio lento para la reacción. Como un gasolero. Hasta que escuchó que el Mueblero le dijo la frase fatal: "El Tuerto cagó fuego". Así, textual, pareciera que lo volvemos a escuchar, hoy, 47 años después, como si el tiempo no hubiera pasado. Algo dormido, somnoliento, Teté le preguntó con su mejor buena fe: "¿Qué pasó? ¿Un accidente?". Ahí el Mueblero se olvidó de las formas y le rajó una puteada diciéndole si se estaba haciendo el pelotudo o si en realidad lo era. Al lado, presa de un ataque de nervios, el Mueblero la tenía media en pelotas a la secretaria gritándole "¡Mi amor no se mueve, mi amor no se mueve!". Imagínense qué escena. Y ahí nomás el Mueblero que apura el trámite y dice: "¿Qué hacemos, Teté? Es su amigo...". La idea se le vino a la mente como un rayo. Le pidió que por favor no llamara al Hospital, ni a la policía, que se quedara tranquilo y le diera media hora que él iba encargarse de todo. "¿Seguro?", le preguntó el Mueblero. A Norma, Teté le dijo una mentira relativa, le dijo que el Tuerto había tenido un percance, y salió como tiro para lo de Graciano, que no tenía teléfono. En ese entonces Teté andaba en un Di Tella que no era el Falcon pero igual andaba lindo. Le pusieron veintidós minutos hasta la amueblada. Mientras iban por la ruta pensaban cómo hacer para zafarlo al Tuerto del escándalo. Imagínense, un hecho así en Tandil no sólo era un papelón postmortem para el finado. ¿Y su familia? ¿Cómo iba a hacer su pobre esposa para salir a la calle al otro día del sepelio? No iba a poder soportar el escarnio, la vergüenza... los comentarios ponzoñosos, las bromas pesadas... era algo que se iba a comentar por lo menos cincuenta años... Del polvo trágico y de la llegada del hombre a la Luna era de lo único que se iba a hablar en los próximos cien años. Entonces Teté dijo: "Hay que salvarlo al Tuerto como sea". Ningún hombre, por más jodido que haya sido en su vida, merece morirse así, en offside, y sin posibilidad de alegato. Y Graciano fue la cabeza que concibió el plan. Gracias a su idea, hoy el Tuerto descansa en paz y su viuda pudo vivir dignamente el resto de su vida con lo que su marido le dejó. Porque él siempre pensó en su familia... ejem.... Lo que ocurrió fue una anécdota, trágica, pero anécdota al fin. Si hasta la secretaria, que estaba perdidamente enamorada, a los dos meses dejó el duelo y salió a revolear la chancleta. Y luego se enganchó con un chacarero que al poco tiempo se hizo pomada en su camioneta Brava contra una alcantarilla, cuando pretendió hacerla volar como la propaganda que daba la televisión, esa que tiraban a la camioneta desde el avión. Lo cierto es que la secretaria se ganó el legítimo apodo de Calzón Fúnebre. Volvamos al lugar de los hechos.

Cuando llegaron al mueble, el Tuerto estaba como Dios lo trajo al mundo y Teté me juró por Dios que tenía una sonrisa en la cara. A su lado, la secretaría seguía dando gritos histéricos y el Mueblero dispuesto a colaborar "en lo que haga falta, muchachos". Con Graciano lo vistieron y eso fue una tarea titánica. Lo más difícil fue ponerle el sobretodo. Era de New Style, un lujo la pilcha que usaba. La secretaria hasta lo peinó, con esos detalles que sólo se le puede ocurrir a una mujer en un momento así. Y entre el Mueblero y Graciano lo cargaron y lo recostaron en el asiento trasero del Falcon. Con una cuarta engancharon el paragolpes del Falcon al del Di Tella y así volvieron al pueblo, despacio, en completo silencio, Teté al volante del Di Tella, Graciano con el Falcon de tiro y la secretaria al lado, jurándole que nunca jamás en su vida diría una palabra de lo ocurrido. A la primera que dejaron fue a ella, a tres cuadras de la casa. Después tomaron por la Avenida Avellaneda. Un foco por cuadra había en la avenida. Eso y nada era lo mismo. Estacionaron el Falcon sobre el cordón. Ya eran las cuatro de la mañana. En una operación relámpago lo sacaron al Tuerto del asiento de atrás y lo sentaron al volante. Ya estaba duro el pobre. Después Teté lo llevó a Graciano a su casa y cuando pasó frente al Bar Ideal, paró en la cabina que había en la esquina de la plaza y con el único cospel que tenía llamó al hospital y avisó que frente al Cerrito había un vecino descompuesto en el auto.

Pasaron 47 años y murieron todos. El Tuerto esa noche y después su viuda. Al tiempo Graciano, el Mueblero y hasta la mismísima Calzón Fúnebre. De la mesa del Santamarina, Teté fue el único que llegó a viejo. ¿Y saben una cosa? Cuando medito este episodio no puedo mirarlo con melancolía sino con cierta dignidad en ese acto de arrojo que cumplieron dos personas para salvar la honra de un amigo. Porque dicen que el verdadero amigo es el astronauta que se quedó orbitando en la cápsula mientras los otros dos caminaban por la Luna. En cuanto al Tuerto, es cierto que se murió joven y con media vida por delante. ¡Pero qué linda muerte fue la del Tuerto! ¡Así vale la pena morirse, carajo!".

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