Historias VOLVER
Hay un rubro en Tandil que no es para cualquiera: los productores artísticos. De la modernidad quedó en las páginas de oro Héctor Pibe Techeiro por varias razones. Primero, porque fue el responsable de que toda una generación de vecinos pudiera ver en vivo en su propio pueblo a fulgurantes artistas del orden nacional. Después, porque no se llenó de plata ni mucho menos. Refutó, el Pibe, la sentencia de que los productores artísticos como los promotores de boxeo, son los que ganan fortunas y los artistas y boxeadores se quedan con las migajas. Techeiro y Marcos Vistalli fueron la excepción de este axioma. Producir espectáculos es un trabajo de alto riesgo, y de ello pueden dar fe aquellos que -no siendo del palo- lo intentaron, tal vez creyendo que el negocio era una mina de oro. Jamás fue así, al menos en la estrecha geografía de nuestra ciudad. Si hay una excepción sería el apellido Peuscovich, productor del Indio Solari. Pero el asunto tiene su lógica irrefutable: si no te iba bien con la máquina de facturar Solari ya en pleno siglo veintiuno y en un contexto de una ciudad tocada por la prosperidad de sus clases acomodadas y el turismo, era porque no habías nacido para eso. Podría decirse que productor artístico se nace y que la realidad deshace.
Sí existe un gen común a todos ellos: tienen a un artista frustrado dentro, por lo tanto conocen a la perfección la quintaesencia del espectáculo: un artista no puede, jamás, aburrir a su público. El espectáculo es el arte de suspender la credulidad. Es un momento de goce y catarsis para la gente. El productor artístico o manager es como la extensión del artista debajo del escenario: de él depende que el púbico esté cómodo en la sala, que la difusión de afiches haya sido generosa y efectiva, que la prensa haya difundido el acontecimiento. El productor cierra toda la línea del evento que luego el artista corona con una actuación memorable. Esa sería la trama del origen y cierre del ciclo, al menos en los tiempos de la modernidad y posmodernidad tandileñas. Hay una ley general en el rubro de los productores artísticos, como en cualquier otra actividad. Están los profesionales y los amateurs. Ambos no se hallan separados por una línea sutil, en absoluto. Y hay jurisprudencia al respecto. Artistas fenomenales han vivido fracasos rotundos en la ciudad y, en ciertas ocasiones, el productor ha sido parte de ese infortunio. Otras veces lo que falló fue la propuesta, es decir la iniciativa del productor vanguardista, por decirlo así, con cierta elegancia.
En 1965 entró al Bar Ideal un hombre que hacía las veces de representante artístico de cabotaje y que recorría los pueblos de la provincia con variadas atracciones, algunas de ellas distinguibles por el tono bizarro de los espectáculos que presentaba a toda pompa. Era un vecino que se llamaba Marcala, gustaba llevar en el dedo índice un enorme anillo con una gema de vidrio de color verde, y ocupa en el ámbito de la prehistoria de los productores artísticos locales, junto con el legendario José Vilanova, el destacado registro de lo inolvidable. El Ideal por entonces le había permitido a sus parroquianos el disfrute de algunos números artísticos, casi siempre ligados a la música.
Marcala ya habita el panteón del absurdo mágico serrano,
género literario al que forzadamente debemos volver una y otra vez desde la
primera época de estas crónicas, que empezaron a escribirse allá por 1995. Ahora
regresamos a nuestra historia.
-Gallego, tengo un espectáculo único para el bar -anunció el
representante. Marcala le hablaba al Gallego Fernández, uno de los dueños más
emblemáticos que tuvo el Ideal a lo largo de toda su historia.
-¿Qué cosa? -dijo Fernández que era huraño pero no
maleducado.
-Coquito, la miniatura universal -recitó Marcala en tono
sofisticado, como para impresionar al gallego. Luego debió traducir la oferta.
Media hora le llevó la tarea de persuasión sobre el dueño
del Ideal. Como al pasar, el representante sugirió que el bar estaba un poco
caído y que no le vendría mal una innovación en el rubro artístico. La orquesta
de José Ferrer, o de Fabrizio Giri, o de Raúl Silberman al piano, con Carlos
Crespi en el violoncello y su padre Arturo el violín, y hasta la típica de
Basanta, con los mismos músicos cambiando de instrumentos, ya no alcanzaba. La
gente necesitaba un aire nuevo.
-¿Quiere usar el palco? -ofreció Fernández. Se refería al
pequeño estrado que había sido levantado en la parte superior de la entrada del
bar, en el vértice de la esquina de Pinto y Rodríguez.
Marcala, extrañamente, pidió un lugar del bar más retirado.
Se instaló en una suerte de pasillo (donde años después funcionaría la cocina
de la pizzería y hoy -creo- hay una bombonería). Los parroquianos que quisieran
ver el espectáculo debían entrar por una puerta lateral de la calle Rodríguez.
Los diarios de la época consignaron, como una curiosidad, la
presentación en el Bar Ideal de "Coquito,
el hombre más chico del mundo". Fue, lo que podríamos llamar con cierta
generosidad, un bochorno bizarro. Coquito era un enano minusválido, sin brazos
ni piernas, de cincuenta centímetros, que el representante exhibió sobre una
camilla al precio de dos pesos por cabeza, imagen que provocaba en los vecinos
una alquimia entre curiosidad y espanto. Lo hacían dormir en una valija
agujereada, de la que Marcala lo sacaba al momento de la actuación. Toda la
rutina del enano consistía en las soberanas puteadas que descerrajaba sobre el
prójimo. Cada parroquiano después de haber oblado su derecho al espectáculo,
debía saludar al enano y preguntarle cómo estaba. Por toda respuesta, Coquito
le decía: "¡Andá a la puta que te
parió!". Fue, como contó el escritor Hugo Nario abordando esta anécdota "la primera vez que Tandil -pueblo de gente
que se cree piola- pagó para ser puteado".
Nadie sabía a ciencia cierta de dónde el representante había
sacado a la inefable criatura y el negocio funcionó hasta que una noche sucedió
la catástrofe cuando Marcala llevó a Coquito al baño para ayudarlo a cumplir
con sus angustias fisiológicas.
-¡Llamen a los bomberos! -gritó desesperado el representante
artístico desde la puerta del baño de caballeros.
Coquito se le había caído adentro del inodoro y no lograba
sacarlo de allí. Fernández, que a esa altura estaba harto, no llamó al jefe de
los bomberos, pero sí al policía que andaba de rondín.
-Agente, sáqueme al enano y al atorrante de su dueño ya mismo de aquí -ordenó como si fuera el comisario del pueblo.
Y así ocurrió.
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