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Dicen que fue un librero, Antonio Santamarina -junto a unos pocos hinchas de Estudiantes-,
quienes en 1992 fundaron la filial local del club platense, a la que le dieron
el nombre del recordado futbolista Marcos
Lorenzo. Aquel acto fue el punto de partida de una historia que tendrá un
nuevo episodio el próximo viernes con la inauguración de un mural realizado en
homenaje a Alejandro Sabella en las calles
Juncal y Sandino.
Hay una tradición de la que Tandil no escapa y tiene que ver con el apego frente al destierro, por decirlo de un modo exagerado. Ser hincha de Estudiantes o Gimnasia, en el Tandil de los años felices, solía ser el paso inmediato al acto de hacer el bolso, a los 18 años, subirse al micro y salir para La Plata. Una carrera universitaria determinaba una vida nueva, especialmente a esa edad donde todo lo que nos pasa es algo inédito. Irse del pueblo, por ejemplo. Dejar una familia, un barrio, un grupo de amigos, el club de origen.
Entonces, en medio de ese tsunami de afectos encontrados, si uno era medianamente futbolero, tenía que tomar una decisión central, ya no como la que tomamos en la infancia, cuando uno "decide" ser hincha de tal o cual club. En la infancia pesan los legados filiales (el padre, generalmente, o un tío); los amigos, la escuela, en fin, esos pocos ámbitos de sociabilidad donde se producía esa suerte de primer amor que habría de acompañarnos toda la vida, es decir el momento sagrado, único e intransferible donde uno elige el club del que habrá de ser hincha hasta el minuto final de su existencia (recordar la mejor escena de "El secreto de sus ojos", cuando en el bar Pablo Sandoval, el personaje de Franchella, le recuerda a Benjamín Espósito, que un hombre puede cambiar cualquier cosa menos la fidelidad a su club). Cabe consignar, de paso, que un segundo modelo de hincha de ambos clubes en Tandil es, precisamente, el platense nacido y criado que decidió mudarse y vivir entre nosotros y por lo tanto ya trae esa indómita pasión desde su cuna.
Lo cierto es que aquel momento de infancia, que parecía
inmodificable y que lo ha sido en la inmensa mayoría de los hinchas, tenía un
solo instante de zozobra emocional, en la que algunos cayeron el día después de
irse del pueblo hacia La Plata. No es un hecho explicable: tal vez forme parte
de las verdaderas elecciones, esas que se hacen en completo estado de
conciencia de uno mismo. Tiene que ver con la juventud y la novedad de lo
nuevo. A los 18 añitos lo nuevo era irse, pero a su vez lo nuevo tenía que ver
con una cuestión muy antigua llamada pertenencia.
Supongo, porque no pasé por esa experiencia, que debe ser difícil vivir en La Plata y no tener el corazón en
alguno de los dos equipos que cada domingo debatían sus pulsiones, sus amores y
sus desamores, detrás de una pelota de fútbol. Entonces al joven estudiante
universitario del interior, colmado aún de ajenidad, le llegaba el momento de
elegir, ya con todas las razones en caja -si es que en el fútbol existe la
razón pura- qué camiseta iba a ponerse de ahí en más, por lo menos, creía, hasta
que se recibiera, aunque la cuestión, como sabemos, es mucho más de fondo: esa
pasión se habría de traer de regreso, con el diploma de la universidad, para
continuarla en la tierra de origen. La opción, entonces, era Estudiantes o
Gimnasia que en el imaginario colectivo de la sociología futbolera configuran
la clase media y media alta para el pincharrata y las clases populares y los
arrabales sublevados para los triperos. Una rivalidad ontológica y sin fisuras
que los enfrentó desde 1931. Lo tradicional versus lo popular llevado al juego
más lindo del mundo, en un país de lógica binaria, siempre sofocado por la
figura del antagonista. Con una significativa diferencia en los resultados,
simétrico a la vida misma, porque siempre hay uno que está mejor y otro peor, y
así lo muestran los títulos, los diplomas y las estadísticas, algo que no
importa en absoluto en la genealogía del hincha.
Conservo dos imágenes sonoras muy potentes. Una de mi infancia, cuando desde la terraza de la casa de mis padres escuchaba los goles de Estudiantes que gritaba con el alma, como si fuera lo último que iba a hacer en su vida el arquitecto Totín Leonardi, desde su chalé de calle Centenario (hoy Fuerte Independencia). Y la otra de hace unos diez años, con otro vecino circunstancial, el juez Francisco Blanc, un tipo serio, circunspecto, que se convirtió en una bestia desaforada por la emoción y el pánico y la euforia el día que Gimnasia, con un gol sobre la hora, se salvó in extremis del descenso.
Sin embargo, en el país donde el otro siempre es visto como un enemigo, me parece que hubo un tipo que por sus propias características en cierto modo logró matizar la grieta de las diagonales. Si esto fue así se habrá debido a la personalidad afable y llana simpleza de Alejandro "Pachorra" Sabella, un ícono de Estudiantes, pero a vez un exentrenador de la selección argentina que supo ganarse el afecto de los hinchas, incluso zafando del karma del exitismo nacional por la final del mundo perdida en Brasil. Parece un milagro pero Sabella lo hizo y en Tandil algo más hicieron por él los hinchas de Estudiantes de la Plata a través de su Filial: un mural en las calles Juncal y Sandino, sobre una pared cedida por el Club Independiente. El 12 de noviembre será inaugurado con la presencia de Verón, el Bocha Flores y Daniel Romeo, un tandilense que escribió sus mejores páginas en la tradición pincharrata. Seguramente, la nutrida hinchada de Estudiantes en la serranía acompañará el tributo a un tipo que, como atestigua el mural, supo entender el fútbol, el país y la sociedad con un aforismo al que no solemos prestarle demasiada atención: "Más nosotros. Menos yo".
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