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El hombre que lo creó nació en el
año que Gerónimo Solané, léase Tata Dios, produjo la masacre de extranjeros en
Tandil: 1872. Cuarenta y siete años después de ese día fatal, José Antonio Cabral (padre), que había
sido resero y tambero, que eran tareas rurales propias de la época, pero que
también había cultivado un ferviente autodidactismo hasta convertirse en
escribano, fundó el diario Nueva Era.
Fue el 19 de octubre de 1919. Hoy, si hay un más allá de acá, si hay otra vida
fuera de la terrenal y si esa vida registra conciencia, memoria y corazón, Cabral
la debe estar pasando muy mal. La Nueva
Era de sus desvelos se apaga este lunes, con la última edición del diario
papel, muerte que pone fin a una larguísima agonía, un declinar lento, denso e
irreversible, que se suma en el orden simbólico -pues además el vespertino
desde hace dos décadas es apenas eso, un símbolo- con la caída de otras
empresas icónicas de la ciudad, las que,
vale recordarlo, formaban parte del círculo rojo de su época de
esplendor. La última edición de Nueva Era
resulta análoga al día que bajó la persiana el Banco Comercial, la Agrícola
Ganadera y la compañía de Seguros La Tandilense, entre otros emblemas del poder
lugareño.
¿Cuándo comenzó la debacle?
Muchos años antes de que apareciera la revolución digital, es decir el tsunami
global que está decretando la hecatombe del papel en los diarios, sobre todo
del interior. Más precisamente, si hay que buscar una fecha, al principio del
fin hay que datarlo en la década del 90, cuando la editorial Nueva Era hizo el
peor negocio de su historia empresaria: asociarse con el dirigente Luis Alberto Mestelán y los hermanos Puchuri Esquerdo para fundar un canal
de cable. Esa idea nació en una mesa del Bar Ideal. El canal se llamó Tevesol y
salió dispuesto a competir contra el ya instaladísimo Cerrovisión, monopolio de
la televisión por cable local que había sido creado en 1985. Con esa movida Nueva Era tomó la peor decisión: formar
parte de una sociedad para invertir en una empresa de telecomunicaciones en vez
de ir hacia donde estaba derivando El Eco:
la compra de tecnología para imprimir el diario a color y pasar del horario
vespertino -que era inconcebible por entonces- a la edición matutina. La
quiebra de Tevesol (un millón de dólares), el impacto financiero que lo dejó
escorado y yendo en cámara lenta al iceberg fue el último acto que termina de
escribirse hoy. El Eco se reconvirtió
primero, tomó la delantera (no sólo en tecnología sino en darle prioridad a la
cuestión local en sus contenidos), y la historia se saldó a comienzos del siglo
XXI, con los avatares de la posmodernidad. Es decir, hace ya veinte años. Una
agonía infinita. Un sangrado por goteo. El derrumbe de un diario que había sido
un imperio y que a pesar de la decadencia, la pérdida de capital simbólico y de
credibilidad (en los tiempos de gloria para los vecinos una noticia era
verdadera porque "salió en la Nueva
Era"), así como la nombraba el habla popular, porque el vespertino, en
los 60 y 70, hasta entrados los 80, era un diario popular de verdad, y eso se
notaba no sólo en la tirada sino en los avisos: El Eco era patrimonio de un público culto, publicitaban las
librerías, las disquerías, pero Nueva Era
llegaba hasta el hueso de la base social, lo que realmente configuraba la más
curiosa de las paradojas: no hubo en Tandil diario más antiperonista que el
vespertino. Su icónica sirena fue mucho más allá del pintoresquismo de hacerla
sonar en la medianoche del Año Nuevo. Es verdad que para la mayoría de los vecinos la sirena de Nueva Era está incorporada al paisaje
auditivo y a la memoria histórica de la ciudad. Forma parte del, por llamarlo
así, instructivo atávico del Tandil moderno. Pero la sirena no fue una creación
original de la propia editorial, sino una emulación de lo que había impulsado
la prensa porteña en 1920. Tal como lo supo describir Sylvia Saíita: "La Prensa es el diario que marca el
horizonte periodístico durante las primeras décadas del siglo XX, tanto por su
alto tiraje como por ser punta de lanza en la incorporación de técnicas de
impresión y novedosos servicios (...) un telégrafo sin hilos, reflector
eléctrico, foco permanente y sirena anunciadora...". Como bien lo suscribió
Silvina Mondragón en su tesis de
licenciatura sobre los jóvenes de Tandil en la década del sesenta, estas eran "las formas que había encontrado Nueva Era
para ocupar todos los espacios, la sirena y la radio, además de remitir a la
omnipresencia simbólica del diario". La sirena de Nueva Era se encargó de replicar el pensamiento ideológico de sus
dueños: sonó contra el peronismo todas las veces que el peronismo cayó en
desgracia, o que sus medidas de gobierno le disgustaban, pero los herederos de
Cabral carecieron de la coherencia ética del fundador, que supo ir preso por
sus ideas: el último número que hoy se imprime (así como su sitio web) rebosa
de la pauta oficial del gobierno peronista que detestan.
Trabajé de muy joven un par de
años en su redacción. Supe lo que significaba entrar al diario y que nadie te
saludara, una gélida distancia de clase en el estilo terrateniente, en línea
además con el anacronismo fashion de las familias patricias que persisten en
vestir a la señora que trabaja en la casa con el uniforme del personal
doméstico. Una marca de época previa a la Asamblea del año XIII. Supe también lo que significó durante muchos
años estar prohibido en sus páginas, y aun así la desaparición del diario me
deja un resabio amargo. No sé si se podría haber evitado, pero tengo para mí
que si el diario llegó hasta los 102 años fue por el ímpetu de Copete Cabral, a tono, digamos, con el
apellido del ilustre fundador, a quien, dicho sea de paso, todavía le queda en pie la
otra institución que fundó: la Biblioteca Rivadavia.
Nueva Era nació en los tiempos, como supo decir Dipi Di Paola alguna vez, donde los diarios se hacían para vender ideas y no avisos. Por las ideas se escribía y se luchaba, pero además de las ideas, que ocupaban la atención de un sector mínimo de los lectores, lo que verdaderamente latía en sus páginas y en las de cualquier diario del interior eran tres tópicos o secciones irremplazables, en este orden: 1) Policiales, 2) Necrológicas y 3) Deportes. En esa santísima trinidad el vespertino hizo escuela, sobre todo en deportes y en un ritual que recordarán perfectamente los lectores con más de cincuenta pirulos: la completísima edición especial del domingo a la tarde-noche que el diariero te tiraba por debajo de la puerta.
Tal vez esto sea lo último que escriba de Nueva Era. Prefiero cerrar esta nota con un recuerdo de quien me enseñó, acaso sin saberlo, lo poco o mucho que aprendí trabajando en el diario, una evocación del periodista Julio Varela. No tenía más de 18 años cuando le confirmaron que entraba a trabajar en el vespertino. Ese día Julio, con el corazón en la mano, estuvo desde las seis de la mañana sentado en un banco de la Plaza Independencia, frente a Nueva Era, esperando que abrieran la puerta, a las 8. Con los recordados Ambrosio Renis y Carlos Alfaro, Varela Varelita es una de las plumas que también se apaga este lunes, aunque hace ya mucho tiempo que dejó la redacción para siempre. Por mi parte le debo al diario no sólo haber empezado a escribir mis primeras cosas, sino, sobre todo, -dado que me inicié como corrector- haber entrenado el ojo con que leí las centenares de galeras que después iban para el taller. A mediados de los 80 -la década donde tras la caída del Muro de Berlín se iban a derrumbar en efecto dominó los dueños del pueblo- un amigo, parado en la puerta del diario, me jugó una apuesta respecto al futuro de los tres reyes de la comunicación del Macondo serrano, acerca de quién se caería primero, cuando realmente todo eso era impensado: Radio Tandil, Cerrovisión y Nueva Era. No quise jugarle nada porque con sus más y con sus menos, fueron medios hechos por gente de la ciudad, más allá de cualquier otra cuestión o diferencia. Ahora ya sabemos cómo terminó la historia: Radio Tandil quebró y hoy es una cooperativa a cargo de sus trabajadores; Cerrovisión fue vendida al grupo Clarín (hoy Cablevisión) y Nueva Era, este lunes entre la una y las dos de la tarde, está apagando su rotativa. Queda entonces ir al kiosco y comprar el último ejemplar, con menos entusiasmo que nostalgia por la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
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