Historias VOLVER
Hace un par de semanas publiqué una antigua fotografía que aportó el lector Guillermo del Giorgio con el trampolín de la pileta del Club Ferro repleta de pibes. No faltaron, entonces, algunos mensajes de lectores que me contaron sus proezas sobre el trampolín, destreza que me fue negada desde mi propia infancia, la cual debió padecer una de las más lacerantes humillaciones, ya ni siquiera desde el trampolín sino desde el borde mismo de la pileta: una suerte de incapacidad congénita para tirarme de cabeza al agua. En serio, quienes hayan padecido ese trauma van a entenderme: tirarse de palito o bomba (recurso nefasto para simular la negada zambullida de cabeza, eran meros artilugios desesperantes, más propios del orgullo horadado frente a tan imperdonable carencia. Y ni hablar del último recurso pleno de patetismo: entrar al agua bajando por la escalerita. Ninguna chica podía merecerte después de semejante escarnio. Porque una cosa pedagógica era aprender a nadar lo básico con el profe Garaguso, dando pataditas agarrado de la baranda, y otra muy distinta tirarte de cabeza al agua. Para tal salto, me temo, no había docente que valga. Era como un saber que se traía con uno desde el útero materno).
Pero volvamos. El tema era el trampolín, el salto desde tales temerarias alturas. No sé cómo se observa la vida desde un trampolín porque va de suyo que ni siquiera dispuse del valor que me llevara hasta aquella tabla horizontal que parecía colgada de un tornillo y acechaba el agua desde lo alto, como una invitación al amasijo. Así que mientras respondía mensajes de hombres y mujeres que me contaban sus experiencias en esos saltos, encontré un largo texto de un lector que procedo a compartir con ustedes. Es, para empezar, la historia de un gordo. O mejor dicho: de cómo alguien, también desesperado, intenta revertir el estigma de la gordura, y creo que sobra cualquier consideración sobre cómo padecían ser gordos aquellos vecinos en la instancia más feliz de la vida, la infancia, y la más infeliz de todas: la adolescencia. Ser adolescente y gordo, al unísono, no era para cualquiera. Sobreponerse a semejante karma obligaba a urdir estrategias finas de supervivencia, incluso a fuerza de arriesgar el pellejo.
Ahora sí, sin más dilaciones vamos por el personaje de El Hombre Que Salta, y traten de contener la ansiedad y evitar llegar al final de artículo para encontrar la identidad del protagonista de esta historia. Ahora su testimonio:
"Voy a tratar de ser breve sin poder dejar de reparar que mi vida se encuentra atravesada por los trampolines de Los 50, Los Cardos, el Balneario del Sol, las cavas de Cerro Leones y el Murallón del Dique, con mayúsculas. Desde muy chicos íbamos a la pileta de Los 50, en la calle 25 de Mayo al 800, donde había tres trampolines de distintas alturas que te permitían ir probando saltos, asumiendo un mayor o menor riesgo. Sin embargo la moneda corriente era el espaldazo o el panzazo. Tarde o temprano te la dabas. La única regla fija era que si te golpeabas, ahí nomás, en caliente, había que volver a saltar.
"Obviamente estas no son habilidades innatas. Siempre hay un loco que probó antes y era el que te convidaba secretos para tatar de perfeccionar el salto o marcarte aquello que tenías que corregir para que no te sigas golpeando de gusto. En mi caso "tres" fueron mis grandes maestros: Martin Iparraguirre, Diego Bustos (porque en el invierno hacíamos en el Colegio San José gimnasia en aparatos y ahí incorporábamos mucha técnica) y por último Alfredo Sachetto. No obstante siempre tratabas de imitar a los más grandes, y sin lugar a dudas, la principal de las motivaciones, era tratar de impresionar a alguna chica que te gustaba. En mi caso se añadía la necesidad de tratar que mi obesidad se vuelva admiración, en la época de mayor exposición como es el verano.
"Cuando fuimos creciendo, más o menos para esta época -donde todavía no se habían abierto las piletas de los clubes-, íbamos a saltar al murallón del Dique, desde donde la velocidad de caída obligaba a que los giros se hagan cada vez más rápido so pena de darte un golpe serio. Por supuesto la primera vez que fui, fui el piloto de prueba para ver desde qué altura llegabas al piso, lo que añadía un shock de adrenalina extra al salto, porque existía la mítica teoría que si te clavabas en el piso no salías más. Eso obligó a que fuera, desde la escalera, probando en altura, cada tres/cuatro escalones, para ver cuando llegaba al piso. Lo cierto es que tocabas el limo del fondo solo si te tirabas palito desde arriba del todo".
En este punto nuestro personaje se detiene en el frondoso anecdotario provisto por la logia "Locos que saltan", de la que naturalmente él forma parte: "Anécdotas del Murallón hay un montón: desde haber ido de noche a saltar y terminar tirando a un amigo "marinera", saltar con el negro Murúa y su perro, llamar a los que estaban remando para que nos alcancen "algo" y lloverle desde arriba con una seguidillas de bombas, hasta tirarme de cabeza a agarrar un pez que estaba flotando en la superficie y cazarlo".
Y atenti con este perverso acting que ponía los pelos de punta de los ocasionales transeúntes del Murallón, sobre todo porque en esa época el altivo muro de hormigón había sido elegido como el lugar más propicio para el amasijo: "Las anécdotas que más han perdurado en el tiempo eran los suicidios simulados y -en aquel entonces cursaba el 5º año- obligar a todos los chicos del secundario a ir a tirarse del Murallón -al menos una vez-, para ser dignos egresados del Sanjo" -cuenta nuestro personaje y completa-: "Respecto de los suicidios simulados, recordá que la época era noviembre, diciembre o febrero marzo, al no haberse trazado aun la senda que pasa por el molino harinero, la gente que salía a caminar, cortaba por el Murallón. Al verlas venir, yo comenzaba a gritar "¡Repetí, repetí, me van a matar...!" y cuando veía que la gente se enganchaba con la situación, saltaba agitando brazos y piernas, caía al agua y sin salir a la superficie, buscaba sacar la cabeza debajo de la plataforma donde están los volantes de las compuertas, para respirar. Allí permanecía unos minutos y mis amigos cómplices, comenzaban a saltar para rescatarme, sumergiéndose varias veces sin éxito para luego "sacarme" y la gente -de lo más conmocionada- aplaudía mientras me daba consejos de como sobrellevar el estatus de repetidor. Ese era el lado divertido, luego, golpes fuertes que recuerde, tres. El primero fue una tarde en el Balneario del Sol cuando con un amigo -"Patan" Nigoul-, se nos ocurre tirar doble mortal "desde la plataforma". Patan toma la iniciativa y sale airoso, lo que me obliga moralmente a saltar, sin advertir que éste mojó la plataforma, lo que hizo que, al tomar mi impulso inicial, me resbalo, y ya en el punto de no retorno, intente hacer las dos vueltas lo más rápido posible, sin éxito. La sensación -más allá del gusto a hueso en la boca-, fue que reboté contra el agua. Imaginate el tamaño del golpe en la espalda que el color verde avioletado de mis riñones duró entre 15 y 20 días. Por supuesto cumplí la regla de encarar de nuevo el salto, pero desde el trampolín de abajo, no obstante, nunca más volví a tirar la doble mortal porque no le encontraba al salto el placer de dominio del cuerpo en el aire".
Como para no andarse con chiquitas, a continuación El Hombre Que Salta describe uno de sus contratiempos más furibundos: "Otro golpe fuerte fue en las cavas de Cerro Leones -para mí el lugar más lindo para saltar en Tandil-, donde voy con unos alumnos del Colegio (otra locura), y salto del lugar más alto la doble mortal para atrás y me paso por la velocidad de la vuelta y caigo prácticamente sentado, lo que me generó un golpe en el coxis que me tuvo un mes sin poder sentarme sin dolor. El peor, hace unos años, pesando 120 kilos, hago un salto que es una mortal para atrás con giro, y al momento del pique, colapsa mi tendón de Aquiles. Jamás sentí un dolor más punzante como ese".
Yo sé que en el oficio de escribir hay un momento mágico, que es fugaz, que es donde la frase se compone limpia y clara, como si no la escribiera uno, como si te la dictara al oído la musa o el Espíritu Santo. Le pregunto a El Hombre Que Salta si existe algo de eso en su actividad: "Claro que sí. Hoy sigo saltando como a los 12 años, no solo porque me conecta con mi cuerpo, sino porque el placer que te genera ese efímero segundo de poder controlar en el aire tu cuerpo, mezclado con el shock de adrenalina que genera estar a nada del palo, pocas veces lo he experimentado. Se trata de lo que vas a hacer en el aire con tu cuerpo y "volar". Te juro que crees que perteneces al "aire" por milésimas de segundos. Todo el que salta busca ese instante mágico", me dice para luego confiarme la rutina de vida en el trampolín: "Salto iniciático es de cabeza, luego vas buscando la mortal para adelante, para atrás, invertida, patada a la luna, e introducir giros a las vueltas. O sea, la vida misma", concluye.
Seguramente, ya hay unos cuantos lectores que saben de quién estamos hablando. Del amigo abogado Martín Zubeldía, un lector de este sitio pero sobre todo un habitante de la tandilidad profunda. Un mártir de la obesidad que hizo todo lo posible para doblegarla (o para reinventarla en admiración ante la platea femenina), incluido el haberse convertido en El Hombre Que Salta. En una de esas este verano le digo que me enseñe, porque nunca es tarde para nada, cómo hay que hacer para aprender a tirarse de cabeza desde el borde de la pileta en busca de todo lo que del agua me gusta: la ballena de Melville que conocí leyendo Moby Dick, el río de Conrad en El corazón en las tinieblas, la pesca en el bote de El viejo y el mar, de Hemingway, o simplemente esa idea de entrarle a la parte líquida del mundo desde arriba, ahora que ya ha pasado el tiempo y nadie se ha salvado de hacer algún papelón, de tener unos kilos de más, y de que, invariablemente, la chica que nos gustaba siempre se terminara yendo con otro.
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