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La última serenata

Ocurrió una noche de 1992 en el Barrio Jardín. Un manto de piadoso olvido cayó sobre la última serenata que se dio en nuestra ciudad y -muy especialmente- sobre el improvisado cantor serenatero. El abrupto e irremontable final de la serenata clausuró para siempre este ritual propio del romanticismo sentimental del siglo pasado.

Nunca se habían hablado. Ni nunca jamás lo harían. Un irreparable momento unió sus vidas para siempre, aunque los vecinos del Barrio Jardín hayan bebido del licor del olvido que afectaba a los habitantes del Macondo de García Márquez.

Lo cierto es que Anselmo era Anselmo a secas. Un estudiante de Ciencias Veterinarias a quienes sus compañeros habían bautizado con el mote de Oso. El apelativo había derivado también hacia la coreografía, habida cuenta de que Anselmo era un tipo divertido, de espíritu dicharachero. Por lo tanto, para alentar a sus compañeros en las Olimpíadas, el Oso se disfrazaba de Oso Hormiguero. Un disfraz que le encajaba a la perfección en su metro noventa y sus 120 kilos. También era afecto a animar las guitarreadas en el pub Hunter, aunque los dedos regordetes a veces se chocaban entre sí al momento de cambiar los cuatros acordes que tocaba no sin esfuerzo. La voz era otro tema, porque si bien Leonardo Favio era su ídolo, en realidad tenía un timbre bizarro: era una mezcla de Horacio Guarany con el Chaqueño Palavecino. Cantaba de a borbotones corriendo detrás de la melodía y con los ojos cerrados como el Chango Nieto.

El Oso iba camino a recibirse de veterinario cuando en un cantero del Campus Universitario se cruzó con Dulcinea, quien, como no podía ser de otra manera, era la belleza en estado puro. A los 21 años tenía el cuerpo de una bailarina clásica, los ojos de mar del caribe ardiente, el pelo ensortijado y un destino de profesora, para cumplir dos sueños: el suyo y el de su padre metalúrgico. Como cualquier mujer que ha sido tocada por la belleza, sabía que hay tres clases de hombres para decirlo en las categorías que inventó Cortázar. Los Cronopios, esos tipos tristes y tímidos que jamás se atreverían siquiera a mirarla (Dolina supo escribir magistralmente: "Dios salve a los hombres tristes de las mujeres hermosas). Los Famas, esos fanfarrones hechos a imagen y semejanza de una vanidosa belleza llena de nada. Y las Esperanzas, que eran los torpes y/o feos pero con demencial iniciativa. En este rango entraba el Oso Hormiguero. Sus amigos, además, lo alentaban al desembarco. Le contaban de la fábula de La bella y la bestia. Le recitaban una ley nunca escrita con que lo animaban para que el Oso procediera a la encarada sin más preámbulos. La máxima era conocida como la Ley del Embudo: La mejor mina con el más boludo. El Oso tomaba con optimismo esta humorada de sus amigos. Había además en la facultad un par de casos de tipos feúchos que habían logrado seducir a un puñado de mujeres hermosas.

Todo este combo de vitalismo irracional, finalmente, lo decidió. Nadie supo nunca de dónde sacó la idea de la serenata ni cómo dio con el domicilio de Dulcinea. Tal cual se ha dicho, nada sabía uno del otro como no fuera que ambos eran estudiantes y que en algún momento del día, en ese cruce furtivo rumbo al comedor, el Oso habría de taladrarla con la mirada y Dulcinea de ignorarlo sin desdén ni soberbia. Tal vez eso lo confundió: hay hombres que necesitan del desprecio explícito para frenar a tiempo y no arrojarse al vacío.

La helada noche del 23 de julio de 1992 el Oso llegó caminando hasta el Barrio Jardín con la guitarra en la funda. Ubicó la casa, eligió una de las dos ventanas y miró el reloj. Eran la una y cuarto de la mañana. En la Luna no advirtió ni el aura sombría del mal presagio ni el espejo del tiempo que vio Borges, sino la plateada forma de su ilusión. Sacó la guitarra, se la acomodó en el pecho y miró hacia la ventana. De su limitado repertorio de canciones con cuatro acordes optó por un clásico de la música popular para su serenata: Cielito lindo. Afinó rápido, entrecerró los ojos y su vozarrón de barítono contrariado empezó a correr detrás de la guitarra: "De la tierra morena cielito lindo vienen bajando / un par de ojitos negros cielito lindo, de contrabando".

Un postigo se abrió en la casa vecina, como intentando descifrar qué estaba pasando en la calle. El Oso sintió que debía ponerle un poco más de pimienta a la interpretación. Rasgueó más fuerte la guitarra, aspiró y un aire gélido laceró sus pulmones. Subió una octava el volumen y la columna de luz donde se había apoyado pareció temblar con la estocada. Pero cuando llegó al estribillo y a grito pelado cantó el memorable: "¡Ay, ay, ay, canta y no llores.... porque cantando se alegran cielito lindo los corazones...", del interior del chalé una mano levantó la persiana violentamente. Luego la ventana se abrió de par en par mientras la luz mustia del velador devolvía el contorno de una silueta en medio de la noche. Un hombre en camiseta y calzoncillos se asomó con los ojos encendidos por la furia mientras soltaba un grito de trueno que el Oso todavía debe conservar en sus oídos.

-¡Carajo! ¡Tomátelas que tengo que levantarme a las 4 para ir a laburar!

En su cuarto, sobresaltada, Dulcinea escuchó el alarido de su padre metalúrgico y se acercó a la ventana. Lo último que vio fue al Oso corriendo hacia la esquina con la guitarra al hombro, como si llevara la pala con que acababa de cavar su propia sepultura.

Imagen ilustrativa.

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