Historias VOLVER
Alguna vez conté la historia de la "Operación Bon o Bon" que luego dejé impresa en mi libro Historias al paso. La evoco con síntesis: un tipo solitario se enamora de la cajera de un supermercado y empieza a tramar estrategias para el abordaje. Se le ocurre una idea basada en un lugar común que tal vez sea una verdad irrefutable: ninguna mujer puede sustraerse a la delicia de un chocolate. Convencido de este axioma, el personaje retira un Bon o Bon del sector de golosinas del supermercado, compra dos o tres cosas más, pasa por la caja de la morocha de sus sueños, y mientras lo hace desliza suavemente el Bon o Bon hacia las manos de la mujer. Es un obsequio, un gesto cálido y sutil, es la forma que ha encontrado para romper el hielo. Un fulgor de ansiedad irradia su mirada. La cajera toma el chocolate, gira la cabeza hacia el sector de las golosinas y le pregunta enfáticamente a su compañera a cuánto está el Bon o Bon para luego facturarlo. Humillado, nuestro héroe se lleva el chocolate con la hiel del fracaso en el alma, acarreando tal vez el peor de los rechazos: ha perdido la batalla sin un rebote explícito, siquiera, sino a través de un gesto de fatal indiferencia por parte de la mujer.
Hace un par de meses un lector que no conozco me escribió un e-mail que tenía el siguiente Asunto: "Bon o Bon ataca de nuevo". Recordé al personaje en cuestión, pues la historia me había sido referida en la mesa de un bar de barrio, pero en realidad la alusión era puramente indicativa y simpática. El hombre que me escribía no era aquel personaje del chocolatín fallido, sino otra persona: un completo desconocido pero un lector consecuente. El texto estaba bastante bien redactado y resumía la siguiente historia.
En el mes de noviembre, para su sorpresa, había recibido en su
domicilio una caja de bombones que alguien había comprado en Tienda de
Azafranes (el lindísimo comercio de mi amigo Riki Camgros, aclaro el punto porque la amistad no necesita de
chivos ni de publicidad no tradicional). La caja venía con una tarjeta y una
frase en francés estampada de un tirón: "Chocolats
pour ma bombasse". Y nada más. Ni firma, ni nombre, ni apodo, ni
inicial de un nombre, nada. Una frase en francés que trayéndola al castellano
se traducía como: "Bombones para mi
bombón". Leamos un párrafo del mail enviado por el lector: "Imagínese mi sorpresa. Primero porque
soy casado, segundo porque soy fiel, que es medio una antigüedad, pero tengo un
buen matrimonio, para qué arruinarlo con una tentación pasajera. Y tercero,
señor Elías, porque nunca nadie me había hecho un regalo así, y, siendo
sinceros, muy bombón que digamos no estoy, a los cincuenta y con una salud
bastante traqueteada".
Para no quedar como un mal educado al que su historia ni me
iba ni me venía, le dije que sopesara la posibilidad muy concreta de que los
bombones se los hubiera enviado su propia esposa, gesto marital de un
romanticismo poco frecuente. La esposa, o la hija (si la tenía), tal vez por
alguna fecha de esas que se celebran, algún aniversario que él pasó por alto,
algo por el estilo. A los pocos días me contestó negando tal posibilidad. Había
supuesto lo mismo que yo, pero su mujer, por cierto muy extrañada, le había
juramentado que ella no le había regalado nada y que el asunto necesitaba ser
dilucidado. "Se supone que a nadie
le regalan bombones para cagarle la vida, ¿no, Elías?", me dijo en el
tercer correo. Asentí y le sugerí dos cosas: 1) Que se olvidara del tema, o 2)
Que averiguara quién le había enviado el obsequio. La curiosidad fue más fuerte
y el tipo empezó la pesquisa. Como no ha leído novelas policiales y las series
de Netflix no son su fuerte, empezó por un imposible: fue a Tienda de Azafranes
y preguntó si recordaban una persona que hubiera comprado una caja de bombones de
tales características. Imposible discernirlo teniendo en cuenta que se habían
vendido decenas de esas cajas, uno de los productos más taquilleros del negocio.
Después siguió la investigación con la letra de la tarjeta: por la forma del
breve manuscrito, por su caligrafía redondeada, muy chica, muy prolija, la
frase narrada en perfecta horizontalidad, como si hubiera sido escrita sobre un
renglón imaginario, tenía toda la huella dactilar de una mujer.
Hay que aceptar que el retruécano en francés le daba un
toque sofisticado. Eso de "bombones para mi bombón" denotaba algo de creatividad
y una expresividad jodona, de modo tal -concluí en mi mail de devolución- que
el obsequio podía interpretarse en tres sentidos: a) como una broma; b) como un
gesto afectuoso sin dobles intenciones o c) como un lance amoroso (me niego a
poner la palabra que connota la levedad de un "levante"). El lector
me preguntó cuál de las tres opciones descartaría. La broma, le dije. Nadie
(salvo Dipi Di Paola cuando compró y
le envió una corona fúnebre para el director de un diario efímero que le dejó
debiendo el sueldo) se metería en un gasto por una burla a distancia. También
descartaría el lance amoroso, escribí. Romeo y Julieta no existieron nunca y el
tachero Rolando Rivas, por más pobre que fuera, terminó finalmente seduciendo a
Mónica Helguera Paz. Es decir que fueron a los bifes. Ergo: si la autora quería
guerra, mi estimado, le deja un nombre, una dirección, un correo electrónico,
el número de celular, un dato vital, algo para que usted la contacte. Por lo
tanto, en mi modesto criterio quedaba una sola opción posible: el gesto del
afecto, el regalo del alma, por decirlo así.
No me escribió más y entendí que finalmente se había resignado.
Hasta que en el atardecer del 24, a metros de la Nochebuena, recibí un nuevo
correo. Yo que suelo rajar del pueblo en las fiestas, estaba frente al mar, en
la costa, pensando que hay pocas cosas tan únicas como el sonido del mar,
incesante, el sonido y el color que muta, el oleaje que impone su ritmo, su
voz, la espuma mansa que ha de llegar a la playa para quedarse allí, en la
arena mojada, entre las caracolas que trae el agua desde la última línea del
horizonte donde el mar y el cielo se confunden en idéntico paisaje. A través del
celular leí el correo del fulano: "Asunto
resuelto", decía el título.
Como lo suponía el secreto estaba en la letra de la tarjeta. Nuestro personaje leyó y releyó el texto pero no se detuvo en la picaresca de los bombones, la cual respondía a la teoría del iceberg que Hemingway inventó como técnica para el cuento. La frase era sólo la parte visible del iceberg, apenas su 15%. Pero lo más formidable de la historia estaba bajo el agua, en lo que no se veía. Reconocer el rasgo de la letra fue como un soplo de inspiración que le llegó del pasado, desde muy atrás, del limbo arcaico de su juventud. Era una clarísima letra de maestra, dedujo. Y no precisamente de matemáticas. Después se acercó a la agencia de mandados que le había llevado a su casa la caja de bombones. Ubicó al mandadero y bajo palabra de honor prometió no decir una palabra a cambio de la información más preciada: el lugar donde había recogido la caja con los bombones de Tienda de Azafranes. El resto fue más sencillo. Subió al auto y no paró hasta llegar a la esquina señalada. A través de los amplios ventanales de esa casona inmensa vio un grupo de hombres y mujeres, cada uno más viejo que el otro, y todos sentados alrededor de la mesa. En un rincón titilaban las luces del arbolito. Pero también atisbó a una anciana, ausente del resto, de pie en el jardín, con el pelo lacio y encanecido. La vio algo así como treinta años después, dignamente vieja, sola con su destino, tan parecida a la misma mujer que en el secundario de la Normal nocturna entraba al aula con su paso desgarbado, sus libros de francés, la sombra de su viudez temprana, su delantal blanco, su mano trémula, el índice y el pulgar sosteniendo la tiza blanca, que lenta pero firme escribía en el pizarrón con su letra redonda y perfecta la impresionante sentencia del poeta Víctor Hugo: Aux yeux du jeune homme, la flamme brûle; chez le vieillard, la lumière brille. Entonces la memoria del ayer le iluminó la traducción, el sentido de la cita, y fue como el oleaje que llegó desde el remoto horizonte líquido hasta la playa para hacerme saber de ese puñado de palabras en el lenguaje de las caracolas: "En los ojos del joven, arde la llama; en los del viejo, brilla la luz".
Con el secreto revelado, el hombre que ya no era joven bajó del auto con una botella de champagne. Es la botella que minutos después descorchó para brindar con su profesora de francés. Ella lo vio llegar sacudida por la sorpresa pero secretamente feliz, como si todavía estuvieran en el aula, él con apenas veinte años, ella con cincuenta, tan cerca y tan lejos, como si ahora esa residencia para ancianos fuera en plena Navidad el aula de la Normal, en turno noche, donde el alumno y la maestra se vieron por última vez.
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