Baúl de la memoria VOLVER

Lecturas de verano: Palmó bailando

Algunas veces se habla -o se fantasea- sobre cómo nos gustaría morir, si pudiéramos elegirlo. Hace casi veinte años, inaugurando la saga de "Gran Serrano", en la contratapa del diario El Eco, escribí esta historia que ahora vuelvo a compartir con los lectores. Habla, por debajo de la anécdota, precisamente, de la manera que nos gustaría irnos de este mundo.

Aquella noche de viernes el hombre sintió que era su noche. Había cruzado los 70 años, se sentía resplandeciente y lo habían asaltado unas ganas irrefrenables de mover el esqueleto al compás del dos por cuatro. Antes de eso cumplió con el ritual de la previa bailable; se internó en la desmesura gargantuesca de una opípara parrillada. Luego de la cena se mandó para el bailongo.

Apenas entró a Elena C estuvo un rato dando unas vueltas alrededor de las mesas donde planchaba la concurrencia femenina, aclimatándose al ambiente. De pronto en medio de la penumbra vio a una veterana que prometía, una pechugona de breteles ajustados que lo campaneó desde la mesa. Ahí nomás nuestro hombre le pegó el cabezazo. La morocha, sin un resto de histeria, aceptó el convite. La pareja copó la pista y se adueñó de la escena. Bailaron las primeras dos piezas con una autoridad suficiente. De golpe, apenas empezó el tercer tango, el viejo palideció y sin decir palabra cayó redondo en medio de la pista. Un infarto. De inmediato la orquesta cesó la música. El Negro, a cargo de la organización del baile, se acercó al infartado, le tomó el pulso y se dio cuenta que el hombre había fallecido. Desde el suelo miró hacia arriba y vio un montón de cabezas enfocándolo a través de la penumbra. "Calma, muchachos, calma", dijo, sudando. Luego levantó de las axilas al anciano y lo sentó en una silla. Volvió a mirar a su alrededor y reparó que las parejas de baile no salían de la parálisis que había acontecido tras este desgraciado hecho. Entonces, para que el bailongo no descienda en intensidad, gritó a boca de jarro: "Señores, el abuelo ha sufrido un pequeño desmayo pero ya está totalmente recuperado. ¡Que siga la farra!".

La música volvió a atronar las paredes del reducto. El Negro acomodó al finado en la silla y para disimular comenzó a hablarle al oído, a mantener un diálogo alucinante con el muerto. La escena, sin duda, había adquirido una impronta surrealista. La clientela retornó al baile hasta que llegó la ambulancia del Hospital para llevarse al viejo. Al escuchar el ruido de la sirena, el anfitrión detuvo a los paramédicos en la escalera del local.

-¿Qué hacen? Estoy en pleno bailongo -protestó.

-Tenemos que llevarnos al caballero a la morgue -le dijo el médico.

El Negro, desesperado, pidió un minuto y al tranco largo volvió al salón. Apagó las luces y cuando quedó todo a oscuras se cargó al viejo sobre los hombros y lo subió a la terraza. Allí, a cielo abierto, los médicos acostaron al desventurado en la camilla, lo taparon con la sábana y le dijeron al organizador del bailongo que no tendrían otro remedio que bajar al occiso por la escalera del local.

-¿Me van a pasar al finado por el medio del salón? -se quejó el Negro airadamente.

El paramédico estuvo a punto de perder los estribos.

-¿Y por dónde quiere que lo bajemos desde acá arriba? ¿En helicóptero quiere que lo bajemos? -gritó.

Entonces, acaso sin saberlo, el Negro reparó en una de las jugarretas más eficaces que enseñan los manuales de Táctica de Guerra: el arte de engañar al enemigo. Así, volvió al salón y ejecutó una maniobra de distracción fulminante. Apenas vio llegar la camilla amortajada desde la terraza agarró el micrófono y le pidió a la orquesta que arrancara con una violenta chacarera. "Damas y caballeros: ¡saquen los pañuelitos!", les gritó a los que estaban bailando en el medio de la pista. Y así, disimulado entre el jolgorio de la chacarera y el revoleo de los pañuelos, los médicos lograron sacar de la tertulia -y sin que nadie se diera cuenta- al pobre viejo que palmó bailando.

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