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Emprender, innovar y (a menudo) fracasar

Hoy se cumplen 13 años de la fundación de Tierra de Azafranes. El momento de escribir el libro de la arrocería procuré trazar una suerte de sinopsis de aquellos emprendimientos innovadores que la precedieron, pero que se quedaron en el camino. Comparto con los lectores esta revisión de la historia, hasta aquel día de 2009 en que un joven de 25 años, que había empezado a trabajar a los 12 limpiando los vidrios de los autos que paraban en la estación de servicio de La Porteña, decidió crear esa maravilla que hoy ya es un clásico de la Tandil.

Si rastreamos a través del tiempo tomando como punto de partida un ciclo que empieza virtualmente a mediados de los 90 y sobre todo a partir del año 2000 (una década de profundos cambios en la ciudad), los emprendimientos gastronómicos con formatos que optaron por la innovación, es decir por correrse de la línea argumental basada en la teoría de que los vecinos sólo apetecían del manjar de la carne vacuna, la pizza unánime y la rendidora minuta a la hora de salir a comer afuera, la nómina que aparece es medianamente escueta.

En algunos casos exponen fracasos resonantes, tomando en cuenta las características inherentes a lo que significa un fracaso rotundo: dícese de aquel negocio que nace de la nada y muere en un santiamén, sin siquiera trascender el período de gracia (seis meses) que la sociedad tandilense suele dar como un paréntesis de prueba a la aparición de lo nuevo. Un fracaso, entonces, lleva intrínseco el vértigo de lo efímero. Es un fracaso porque tras de sí no deja historias, ni tradición ni mitologías. Sólo, tangueramente, un afiche que cuelga cruel en el cartel hasta que otro nombre de fantasía, otra ilusión, viene a ocupar su lugar. El rastro del fracaso fulminante, tan tenue que se borra con la primera lluvia, se pierde a la vuelta de la esquina de la historia. Nadie, ni siquiera sus contemporáneos, atinan a recordar siquiera su nombre, su dirección comercial, mucho menos la carta que se ofrecía a los clientes.

En otros casos (donde la gastronomía lució cocineros y chefs de muy buena formación) no se podría dudar de la calidad de la propuesta ni de la forma que se hizo praxis ante el paladar del mercado, por lo tanto no habita allí la idea del fracaso, pero por alguna u otra razón a la hora de la verdad los intentos no funcionaron.

Tomando algunos ejemplos que están a la mano de la memoria, "Vitraux Serrano" fue un restaurante sofisticado que intentó desviarse por la tangente de lo establecido, con el resultado de una vida comercial fugaz. Estuvo ubicado donde por algo más de veinte años funcionó el pub "Scocht", sobre calle 9 de Julio al 600, y luego la cervecería "Antares". El fracaso tampoco supo perdonar la portación de apellido o la partida de nacimiento. El actor tandilense Víctor Laplace también intentó abordar un emprendimiento gastronómico a caballo de su nombre, el cual es una marca en la ciudad. Pero el resultado fue de un previsible infortunio. Abrió un restaurante sobre calle Mitre al 800, ubicado de manera oblicua a la Cámara Empresaria. "Viejo Barracón", así se llamaba, cerró a los ocho meses cuando las pérdidas ya eran cuantiosas. A mediados de los 90 un empresario local concibió "Quickly", una copia del formato de la cadena McDonald, en la céntrica esquina de 9 de Julio y Pinto donde exitosamente durante la década del 80 había funcionado la confitería "Johny's". Incluyó además una tecnología desconocida para la época, con máquinas de hacer jugos y otras cuestiones por el estilo. Quebró a los pocos meses después de invertir una fortuna. Años después una conocida arquitecta sobre la Avenida Santamarina a pasitos de Maipú apostó por un restaurante que bautizó "Lalá" y que conciliaba lo lúdico (había instalado un pelotero para que jueguen los niños) mientras los padres degustaban unos platos que también se apartaban de la carta convencional. No funcionó ni una cosa ni la otra.

Un primer acercamiento lateral a la arrocería en Tandil, lo cual ya de por sí era la novedad de la novedad, también resultó un intento fallido. Fue un restaurante de pescados y mariscos que fundó la familia Abait, dedicada históricamente al rubro de la agencia de quinielas, y estuvo ubicado en la última frontera de la calle Falucho. En esa misma línea se inscribe el restaurante del Centro Vasco, en su sede de calle Sarmiento, que llegó a traer un cocinero de origen vasco. El restaurante se llamó "Sukalde", el chef foráneo se mandó a mudar a los tres meses, y luego de un par de mudanzas y con otro encargado cerró sus puertas en un local de pleno centro, en calle San Martín al 500.

En la nómina de ensayos que procuraron salir de la tríada convencional, cabe mencionar a "La Realidad", un emprendimiento que estuvo ubicado frente al Sanatorio Tandil; también el restaurante "Báez" sobre calle Paz y "La Fonda", de Gastón Abelleira. "Trauun Cocina de Autor" de Daniel Eleno, que tuvo su local sobre calle Fuerte Independencia (y que hoy, en su escala, es otro de los clásicos de la ciudad), fue otra de las experiencias gastronómicas innovadoras (allí cenó Carlos "Indio" Solari). "El Club", que abrió sus puertas en el salón de los altos del Club Hípico (hoy Oggan) y "Sin Reservas", cierra esta sinopsis probablemente incompleta pero descriptiva en el espíritu, en lo que verdaderamente nos importa.

Con sus más y con sus menos ninguno de estos intentos logró imponer la novedad, instalar la concepción de una nueva criatura gastronómica que lograra competir de igual a igual con lo establecido, contra el ancla de una tradición que se resistía a dejar la mesa sin servir. Algunos años después y más fresco en el recuerdo están los dos intentos del restobar del cantante Raúl Lavié y la pyme familiar con que buscó hacer pie en la ciudad. Fracasó con ambos y especialmente claudicó con una doble marca que parecía destinada al éxito: "El Firpo de Lavié", que hacía funcionar en conjunto el capital simbólico del centenario bar de 25 de Mayo y 14 de Julio con el apellido de prestigio y popularidad del artista. Ninguna de estas dos versiones logró evitar la ruina, aunque hubo sobradas razones, sobre todo en el servicio y en la ajenidad de la propuesta, para entender el porqué del fracaso.

Hasta que en enero de 2009 -hace hoy trece años-, silenciosamente, en un pequeño local donde apenas entraban trece mesas para veintiséis cubiertos, y que venía malogrado por experiencias comerciales fallidas, un joven de 25 años, Riki Camgros, concibió la tercera maravilla de esta historia, Azafrán, que luego por un tema de patente derivó en "Tierra de Azafranes". Ocurrió en el corazón de un barrio mítico, en el vértice mágico de la calle Centenario (hoy Fuerte Independencia) y Constitución. Allí habría de nacer aquella pequeña burbuja gastronómica con su mantel de cielo, dispuesta a conquistar el vasto e inconmensurable universo de sabores.

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