Llegó a Tandil a mediados de los 80 y nunca más se fue del pueblo. Si existe un estereotipo sobre la imagen de un científico -que lo enmarca como un sujeto ensimismado, formal, parco y alejado de los fervores de la vida- el recordado Jorge Pouzzo fue el hombre de ciencia menos imaginado: la pasión lo desbordaba tanto para la charla como para la polémica, y nada de las cosas de este mundo le fueron ajenas: la política, el ritual del vino, los Jockey suaves (hasta que dejó de fumar), la carne a las brasas, el arte de la conversación.
En su casa escuché por primera vez en boca de Nacha Guevara ese himno triste y épico: No llores por mí, Argentina. Había llegado hasta allí pues alguien me había contado una historia extravagante. Refería que estando en Europa durante la Guerra de las Malvinas, con el corazón patriótico alborotado,
Pouzzo se había acercado a la embajada para ofrecerle al gobierno argentino la solución, digamos, científico-militar al conflicto. La fuente me había dicho que nuestro personaje, frente a la sospecha de una derrota anunciada, le propuso al embajador una operación sin precedentes: que un par de buzos tácticos llegaran hasta las islas portando un par de bombas atómicas de bolsillo con las cuales procederían a hundir las Malvinas y dejarían a los ingleses chapaleando en el agua y sin otra opción que volverse a casa. El científico se rió mucho con la precaria descripción del chisme. "Te lo contaron por la mitad", me dijo. Pero declinó dar otros detalles sobre el asunto.
Cuando volvió al país se radicó en Tandil junto a su
familia. Un atardecer apareció en el bar El Cisne y empezó a compartir la Mesa
de los Artistas. En ella el hombre se sentía como un pez en el agua, pues él
mismo había roto con el molde o, quizá, encarnaba lo que siempre ha sido un
científico de verdad: un ser con la locura de Galileo, un curioso eterno, un
niño travieso. Por eso hizo tan buenas migas con Dipi Di Paola, aunque esa historia daría para otra crónica. En las
mesas de El Cisne y el Bar Ideal de las décadas del 80 y principios de los 90
escuché los debates intelectuales más lúcidos, las peleas a los gritos y las reconciliaciones
más formidables entre Pouzzo y Dipi, siempre con una botella de vino de por
medio.
Nadie podrá olvidar la noche en que Pouzzo propuso a la mesa
una movida revolucionaria para la época (y aún lo es): que fueran los vecinos
quienes eligieran con su voto al comisario del pueblo. La idea provocó el
debate que se extendió a las otras mesas y que envalentonó a nuestro personaje,
quien, para defender su hipótesis del comisario cuasi civil, se paró arriba de
la silla y empezó a hablar pestes de la corruptela policial. Luego, con una
servilleta de papel y una birome, empezó a levantar firmas entre los
parroquianos para ver quiénes apoyaban su moción de que el taquero surgiera del
voto popular. José Ramírez, el
encargado del boliche que había soportado estoicamente la cantinela
antipolicial del cliente, pensó que eso ya era demasiado. Envuelto en llamas
salió por el otro lado del mostrador y le gritó:
-¿Qué tenés que decir vos de la policía?
El científico iba a empezar otra vez el sermón contra las
desviaciones de la Bonaerense cuando vio que el otro se le venía encima
dispuesto a trompearlo.
-¿Usted está en contra de mi propuesta, señor? ¿Podría
explicarnos por qué? -atinó a preguntar Pouzzo, teórico, como si estuviera frente
a un alumno rebelde en una clase del Campus.
-¡Porque yo soy el presidente de la cooperadora policial! -bramó
el encargado del bar y tuvieron que sujetarlo entre los mozos para que el
asunto no pasara a mayores.
Nunca volvió hablar del tema en el boliche, pero de entre
todas las historias que supo construir hay un episodio mágico que lo pinta de
cuerpo entero. Cierta tarde sonó el teléfono en su domicilio. Era la maestra
del hijo varón, quien en ese entonces estaba cursando el séptimo grado.
Preocupada por la conducta errática del chico, la docente exhortó al padre a
que se acercara a la escuela. Al otro día Jorge Pouzzo entró a la dirección y
escuchó el dilema de la señorita maestra.
-Su hijo está todo el tiempo en las nubes, señor. Para eso
lo he citado, para que conversemos un poco.
-Ajá, ¿y cuál es el problema? -preguntó el científico.
-Que se la pasa en la luna todo el tiempo. Lo único que hace
es decirme que quiere ser astronauta. ¡Astronauta! ¡Se da cuenta! Tiene una
idea fija con eso y creo que usted y yo tenemos que hacer algo al respecto.
El científico la miró y no abandonó el rostro grave para disparar la frase que quedaría en la historia pedagógica de la aldea.
-Usted no sé qué puede hacer, pero yo por mi parte hace un tiempo que le estoy construyendo la nave espacial -remató.
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