Baúl de la memoria VOLVER
Sólo un humorista sabe lo que cuesta la construcción del
gag. Hay, por lo menos, dos tipos de gags: el directo a la mandíbula y el
elaborado. Ambos buscan lo mismo: sorprender al público, pues en eso -en la
sorpresa intelectual- radica el secreto del humor. Ambos estilos conviven
pacíficamente, pero tanto el humorista fino (Verdaguer) como el que apostaba
todo a su picardía gestual (Olmedo), han padecido lo mucho que cuesta armar un
cuento y, sobre todo, rematarlo. En el remate el artista pone toda la carne en
el asador y es en tan crucial instancia donde no se puede fallar. Quedar
pagando ahí es dejar desairada a la gente, y no hay puñal más doloroso para el
humorista que recibir el silencio gélido en vez de la ardiente carcajada.
El profesional del humor carga sobre la espalda un fantasma
ingobernable: el imprevisto en escena. Hay artistas con un formidable poder de
intuición respecto al público. Pocos recuerdan la noche de hace unos veinte
años en el Club Ferro. En las tablas estaba el recordado Turco Pedro sometiendo a su audiencia a una catarata de chistes, uno
más bravo que el otro. A metros de él un gordo se revolvía contra la silla, con
una risa convulsiva. "Pará gordo que te
vas a infartar", lo previno el cómico. El gordo no le hizo caso y a los
cinco minutos los ojos se le dieron vuelta, se agarró el corazón y cayó redondo
al piso. Lo sacaron en ambulancia y estuvo a punto de ser el primer tandilense
que murió de risa. Sin embargo, hay coincidencia entre los humoristas que el
enemigo número uno es el tipo que se convierte en un cómico anónimo, una sombra
agazapada entre el público, el cual se sabe todos los chistes y percibe el
extraño gozo de hacer picadillo el momento sublime en el que el artista se
juega la vida: el remate del gag.
La historia guarda uno
de estos penosos sucesos. Sabemos que Lalo
Abálsamo decidió abrazar el oficio de la narración de cuentos y las
imitaciones, hasta convertirse en uno de los animadores sociales de la ciudad.
El hombre imita con particular talento a Sandro, que es su caballito de
batalla, y alterna este ejercicio contando algunos cuentos de la picaresca
nacional. En medio de uno de esos cuentos y con el Castillo Morisco colmado de
ávidos espectadores, Lalo anuncia la inminente narración de un cuento. "Es un cuento muy malo", aclara. El
público suspira como diciéndole que no lo cuente, pero nuestro personaje igual
arranca el relato. Entonces dice: "Resulta
que cierta tarde en la querida localidad de Vela hubo un Torneo de empanadas.
El que primero cocinaba 1000 empanadas se ganaba un coche cero kilómetro. Un
paisano logró cocinarlas, las cargó en tres canastos y se acercó al Jurado.
Pero cuando iba llegando resbaló y se le cayeron todas las empanadas. Las
juntó, las contó y vio que había 999 empanadas. El tipo pensó que igual le iban
a dar el premio, pero los jurados, al notar que faltaba una empanada, fueron
irreductibles y no le dieron el auto...". Fin del cuento. Cuento malísimo si
los hay. Se escuchan algunos velados reproches en la sala. Entonces, no
conforme, Lalo decide ir por la revancha.
-Está bien, voy a contar un cuento más para recuperarme -anuncia.
La gente le pide que no insista y siga imitando a Sandro o
se largue a cantar junto a su pequeña banda. El humorista, incólume, se adentra
en el nuevo relato. Dice: "Una anciana y
un tipo viajan en tren. La vieja tiene un perro asqueroso que lo único que hace
es ladrar. El tipo fuma un habano horrible, lo cual molesta a la vieja tanto
como el perro al hombre. Discuten, se pelean, se agarran de los pelos. La vieja
le tira el habano por la ventana; el tipo cogotea al perro y lo arroja al medio
del campo. Hacen detener el tren pero no hay rastros ni del perro ni del
habano. Una vez en marcha la vieja ve cómo su perro se acerca al tren corriendo
por el costado de la vía. El perro tiene algo en la boca. ¿Qué cosa trae el perro
entre los dientes?", dice Lalo, pregunta que en la jerga artística es
retórica, sólo el contador debe responderla especulando con que la gente
pensará en lo único posible: el habano. Pues no. En ese instante Osvaldo Terni, gran cantar de tangos
quien desde ese momento se convierte en el
terror de los humoristas, le arruina el remate gritando desde le medio del
boliche:
-¡Muy fácil, che! El perro trae en la boca la empanada que
le afanó al paisano de Vela.
El cómico lo mira con furia.
-¡Me cagaste el cuento! -le grita doblegado por el desconsuelo.
Es verdad. El rematador, acaso sin quererlo o para gastar la peor de las bromas, le ha arruinado el gag y ya no hay manera de reparar ese momento terrorífico que deja mal parado al artista en el escenario. La gente recién entonces toma conciencia de que el chiste era muy bueno. Un cuento elaborado y sutil que a partir de esa noche se convirtió en la sombra fugaz de una risa malograda.
APORTA TU PENSAMIENTO
Los comentarios publicados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de sanciones legales.