Historias VOLVER
Se asoma por el vano de la puerta y sin mediar saludo ni
nada del protocolo social que se estila cuando llega una visita, pregunta a
boca de jarro: "¿Cómo me
encontró?". A los casi ochenta pirulos el tipo está muy bien pero cuando
le digo por qué estoy allí, se queda pasmado.
"¿Quién me botoneó?
¿Fueron los muchachos, no?", pregunta, los pelos revueltos, las cejas
enarcadas. Le digo que nadie. Que entrevisté a cuatro colectiveros (dos de la
amarilla y dos de la azul) y que todos me contaron el hecho, pero nunca
identificaron quién era. Lo protegieron en aras de una remota pero fiel camaradería. "¿Y cómo llegó hasta acá?", se
afloja un poco, a medias, y abre la puerta de su casa. "Preguntando", le digo. Estamos a cuatro metros y ni él
ni yo nos hemos visto las caras jamás.
Entonces mientras avanzo le cuento que hace un tiempo me
contrataron para hacer un libro con la historia del transporte de la ciudad y
que cuando aparece un dato de color o un episodio que rompe la monotonía -y que
me gusta para poder narrarlo- doy vuelta cielo y tierra hasta que lo encuentro.
El hecho que refiero data de la década del setenta, algo así como medio siglo
atrás, y necesito tener mayores precisiones.
"Así que acá
estamos", le digo como invitándolo a que se relaje y confíe. "¿Me va a escrachar en el libro?",
pregunta pero ya sonríe. Le digo que no, que se quede tranquilo. Entonces me
lleva a la cocina, nos sentamos y para evitar intimidarlo prefiero no poner el grabador sobre la mesa. Sin más preámbulos le digo de un tirón lo que me han
contado para que me confirme la veracidad o no del hecho:
"Mis fuentes,
que son antiguos compañeros suyos, me dicen que usted era colectivero y que
todas las tardes, en pleno recorrido, paraba el colectivo en la calle, frente a
su casa, y que se bajaba a tomar algo con su esposa, en la vereda... Que dejaba
al pasaje esperando y luego de picar
algo seguía el viaje, ¿es verdad?". Se hace un silencio largo que
pretendo romper con un dato sociológico de época. Le comento que si hoy hiciera
algo así, con la locura que se vive, su integridad física correría serios
riesgos. La humorada pasa de largo, como si de golpe el viejo colectivero se
hubiera afantasmado por el recuerdo. Hablar con la gente me enseñó a comprender
los tiempos de un silencio, la pausa que no debe apurarse.
Entonces el hombre suspira y hace algo que me desarma: se levanta, va hasta un aparador y trae un portarretrato. "Mírela, mire qué linda era la patrona. ¿Hermosa Beatriz, no? Es cierto lo que le contaron, totalmente cierto. Ahora, ¿cómo se cree que iba a despreciarle a ella el café con leche en la vereda?". Tiene los ojos llenos de lágrimas. La ausencia de su esposa parece ocupar toda la cocina de la casa, iluminándola. Al irme siento, como tantas veces, que mi trabajo tiene estas cosas mínimas, es cierto, pero completamente irrepetibles.
Fotografía ilustrativa.
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