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La verdadera belleza

El tipo me acorrala contra una góndola -la de los lácteos- y me pide que lo acompañe. No lo conozco y como queda alguna gente loca en este mundo, intento negarme de buena forma. Pero no hace caso. De todas maneras no tengo que moverme demasiado para que el tipo me señale, no muy discretamente, la figura de una mujer.

"La vi salir del estacionamiento y cuando entró al supermercado decidí jugarme a plata o mierda", dice. Un hilo de baba le cuelga, o imagino que le cuelga de la comisura del labio. Y luego me pide que mire detenidamente a la mujer en cuestión. Debe andar por los cuarenta años y hay dos cosas que me llaman la atención en un primer semblanteo: una botas como con volados, muy vistosas, un tanto extravagantes para mi gusto, no exactamente unas botas bucaneras pero de ese estilo. Las botas deberían hacer juego con la minifalda, pero lo que sobresale -conste que la he empezado a mirar de abajo hacia arriba- es el escote. Ancho, abierto, generoso en su caída hacia el abismo de lo que no se insinúa sino que se exhibe con una rotunda elocuencia: un par de tetas que no parecen de este mundo, me refiero a la genuinidad de su naturaleza. Vienen, sospecho, de la galaxia de los cirujanos plásticos (aclaro que estoy totalmente de acuerdo con esta cuestión). Pero cuando termino de subir con la vista tropiezo con una cara angular cuya piel, estirada, como reseca, parece recién planchada y sin vida. No se mueve ni uno solo de los veinte músculos que tiene la cara. Ni uno. Míster Baba, el tipo que (aun no sé por qué) me llevó hasta esa circunstancia -la de estar mirando una mujer que no conozco y que, por su atuendo llamativo, como para ir a una fiesta, y un cuerpo seguramente muy trabajado en el gym- difícilmente un hombre se niegue a mirar, aunque sea por el espacio de quince segundos. Lo que dura, específicamente, la contemplación.

Entonces Míster Baba habla: "Me encanta, me enloquece", dice, en la versión del hombre primitivo que más detesto. Le pregunto qué tiene que ver todo eso conmigo. "Bueno, como vos escribís supuse que podía interesarte. ¿O no fue acá que pasó la historia del Bon o Bon?", me dice, evocando el fallido intento de seducción de un cliente a una cajera. "¿Interesarme qué cosa?", pregunto. Mira hacia ambos lados, como si me fuera a develar un secreto, y pregunta insólitamente. "¿Es muy chocante si la encaro acá?". La pregunta termina por hartarme y le digo que haga lo que quiera, y que si no le molesta yo seguiré haciendo las compras. Al tipo le cae mal mi desinterés y a mí francamente me importa un rabanito cómo le caiga. No le encuentro sentido al asunto. Repaso el episodio desde que Míster Baba se acercó y me señaló a la mujer de las botas sofisticadas, hasta lo que está por ocurrir ahora. Un amigo de muchos años, músico, me sale al cruce en la góndola de los productos de limpieza y me dice que tengo que ver algo. "¿Otro más? ¿Pero qué pasa hoy?", le pregunto. Me dice que no sabe de qué le hablo, pero que vaya hasta el sector de la carnicería y después vemos.

Trato de aceptar que son cosas que, naturalmente, pueden ocurrir en un supermercado. A la carnicería tenía que ir, así que lo único que hago es seguir el GPS del recorrido mental empujando el chango. Pero cuando llego hasta el mostrador veo que mi amigo tenía razón.

Lo primero que ocurre es una suerte de colisión cultural en la caja del cerebro: en algo así como cuarenta años de ir a la carnicería es la primera vez que del otro lado del mostrador hay una dama atendiendo. Lo segundo me llama aún más la atención: el estilo de la mujer que despacha, solventado, además, por su juventud (siempre la juventud es un hándicap). A cara lavada, con una boina con visera que parece haber sido hecha para ella, el pelo recogido y una sonrisa que el barbijo no repliega ni esconde, hay en toda su identidad una suerte de belleza sobria, el carisma de una feminidad natural, espontánea, que se revela en su debida magnitud cuando atiende al cliente, cuando habla, cuando aconseja tal o cual corte, y su voz suena fresca, liviana, casi, podría decirse, feliz.

Después me entero que se llama Julieta, que pasó por varias secciones del supermercado pero que en realidad lo que quería era estar ahí, en la carnicería, y que entonces hizo el curso para poder acceder al lugar, que lo rindió satisfactoriamente y ahí le vemos entonces, en ese territorio tan alejado de lo femenino (rodeada de tapas de asado, de achuras, de carne picada, en fin, de pie, sitiada por los restos descuartizados de una o varias medias reses) y sin embargo no ha perdido ni un solo átomo de su singularidad de mujer. En eso estoy pensando cuando me atiende y en eso sigo pensando cuando voy hacia la caja y asisto a un episodio delicioso: Míster Baba se decide y le tira los galgos a la mujer de las botas cuasi bucaneras, minifalda y pétrea cara de bótox en la góndola de los jabones, lo desodorantes y los hisopos. Y entonces la mujer se da vuelta, lo aniquila con la mirada y sin levantar el tono de voz le comunica una frase del más puro lunfardo coloquial con el fondo musical de "Te llamo para despedirme" de Sergio Denis: "¿Me podés dejar de joder, plomazo del orto?".

La réplica, largamente merecida, no inhibió que por la mente se me cruzara la genial cita de Coco Chanel, tal vez la más célebre de las diseñadoras de alta costura: "No pierdas tiempo chocando contra una pared, con la esperanza de transformarla en una puerta". Míster Baba nunca podrá entender que la verdadera belleza estaba al fondo del supermercado y no cerca de las cajas donde acababa de ser fulminado.

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