Baúl de la memoria VOLVER

El carnaval del Hombre-Gorila

En los años cuarenta en el pueblo había un gran acontecimiento social: el corso de carnaval. La celebración tenía lugar en el trayecto conocido como la Vuelta al Perro. Breve digresión teniendo en cuenta que estamos hablando de una civilización perdida, la del siglo XX: en esos años la Vuelta al Perro era un lugar de encuentro para las damas y caballeros de la ciudad. Las mujeres la recorrían hacia un lado y los hombres hacia el otro. En determinado momento muchachas y muchachos se encontraban de frente y esa primera mirada, temerosa y vital, era la víspera del romance.

Ahora sigamos. Aparece entonces la historia del Hombre-Gorila. Iba a ser la gran novedad de aquel corso de los años cuarenta, una época dominada por el conservadurismo donde la máxima transgresión que se autorizaba era ponerse el saco al revés con una media de mujer en la cabeza. Se supone que ante la represiva legislación vigente, que amenazaba con arruinar el negocio, a los organizadores del corso se les ocurrió una idea para atraer al público: el debut del Hombre-Gorila, quien venía a enriquecer las peripecias de un evento cuyas actividades más jugosas habían sido prohibidas por la ley. No en vano el jefe de la Comisaría Central Elizardo Fernández había dicho a los vecinos que sólo se les permitiría arrojar flores, papel picado y serpentinas (¡una joda bárbara!); tampoco se habilitarían el uso de disfraces que emularan a vestiduras sacerdotales, uniformes militares y trajes indecorosos, quedando prohibido disfrazarse de mujer a las personas de sexo masculino y viceversa.

Aquella mañana el veterinario Roberto Leonardi (el papá de Totín) cruzó la plaza principal acompañado de sus dos hijas. Iba feliz de que esta vez ni su trabajo con los caballos de carrera, ni la pasión por Estudiantes de la Plata, le hubieran estropeado la dicha de compartir con Beatriz y Carmen la aventura del corso de carnaval. De modo que el padre y sus dos niñas apuraron el paso en busca de la novedad que todo el pueblo esperaba con una mezcla de ansiedad y júbilo.

El veterinario se paró en la esquina de la Tienda Gath y Chaves, en Pinto y 9 de Julio, sobre el cordón, flanqueado por sus hijas. El corso dio comienzo a las dos en punto de la tarde. De golpe apareció un carro de miseria tirado por un caballo gordo y retacón, y cuando pasó frente a la tienda sucedió lo imprevisto. El Hombre-Gorila, que venía escondido bajo una farda de pasto, emergió bruscamente del carro y encaró lo primero que vio por entre los agujeros del disfraz: las dos nenas del veterinario Leonardi.

No se sabe si fue un exceso de expresividad o qué, pero lo cierto es que el disfrazado llegó hasta donde estaban las nenas, se puso en cuclillas y lanzó una exclamación gutural y sostenida. Las nenas se pegaron semejante julepe que rompieron a llorar aún de forma más estridente que el aullido del gorila.

Entonces Leonardi, nervioso porque le asustaran a sus hijas de semejante forma, dio un rodeo a la derecha, se colocó detrás del Hombre-Gorila, que seguía en cuclillas con los brazos extendidos hacia las chiquitas, y descargó un formidable patadón en el medio del trasero del tipo que en ese instante dejó de ser hombre y gorila también. Se convirtió en un bulto amorfo cruzando el aire hasta que aterrizó en medio de la calle y quedó allí, inerte, boca abajo, desparramado como una cosa que se eyectó sin saber cómo ni por qué. Un silencio de estupor sucedió a la increíble patada. La fulgurante aparición del Hombre-Gorila había durado menos de un minuto y todo el mundo se había quedado con el regusto amargo del espectáculo frustrado, pero nadie cometió la imprudencia de reprocharle nada al causante del estropicio.

Roberto Leonardi, ya vuelto en sí, fue hasta la calle y contempló al estropajo desplumado sobre los adoquines. Entonces, mortificado, con la voz en un hilo, dijo lo que serían sus últimas palabras antes de emprender el regreso a casa:

-Creo que hay que llamar a la ambulancia... -dijo, avergonzado.

Media hora después el Hombre-Gorila se perdió en la penumbra del hospital. Cuando le dieron el alta declaró que nunca más volvería a pisar un corso en su vida. La leyenda asegura que le rindió fidelidad a la palabra empeñada.

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