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Saga bares: Candela

Con un par de amigos venimos haciendo un ejercicio que se llama "Tachame la doble". Consiste, concretamente, y por la generosa oferta que ofrece el rubro gastronómico, de empezar a dejar de ir a ciertos lugares donde acontece el destrato. (No se pierdan la historia de mañana). Se tachan esos recintos a los que no volveremos más. En medio de esto -y por efecto contraste- aparece su antítesis: la cordialidad, sustrato de ese vínculo que algunos juzgan como contingente o lateral, entre, por ejemplo, el que aporta una moza con el cliente del bar y viceversa.

Quienes tenemos muchos años de bares sabemos perfectamente que hay un protocolo no escrito pero siempre vigente en los rituales gastronómicos. Un buen cliente, por ejemplo, nunca debe tratar a un mozo como un servidor, en el sentido más literal del término: un mozo no está trabajando para "servir" a nadie. Pero por algo suena tan cerca la asociación servidumbre con servir. Hay alguna gente de escasa educación que la practica y que, por lo tanto, ofende a un trabajador. Llevar a la mesa un café, un tostado o lo que fuere, en una bandeja, es simplemente eso: un trabajo con un gran desgaste físico, y un trabajo tan digno como tantos otros. Por citar un ejemplo de lo que no debe hacerse: no hay ninguna razón para que la moza le sirva la gaseosa o lo que el cliente beba en el vaso. El cliente tiene manos y puede hacerlo solo.

En Tandil la implosión turística y la migración que no cede (y que se acentuará muchísimo post pandemia) ha convertido al rubro gastronómico en uno de los motores de la industria del turismo. Esa multiplicación de bares, cervecerías y restaurantes está en la fase alta del ciclo por efecto copia o moda, similar a lo que en los 90 fueron los parripollos y los cibercafés.

Cualquier empresario gastronómico sabe -o debería saber- que la cara de su negocio es la cara de sus mozos, o, ampliando, de sus recursos humanos. Pero cualquiera que tiene un mínimo de historia en los bares reconoce, casi con la sola mirada, la formación de un mozo. Y no hace falta constatarlo por el modo que lleva la bandeja. Por ejemplo, Candela. Trabaja en Figlio y es la suma de la eficiencia. "Un mozo no debe correr", me dijo alguna vez un veterano gastronómico. No debe correr aunque lo corran los pedidos, el patrón y la rotación en las mesas. "Y si corre no se debe notar", me aclaró. Por estas cosas, por estos saberes que uno jamás conocería si no recurre a una fuente de primera mano, es que me gusta mucho, cuando estoy haciendo un libro a pedido, ir hacia la entrevista, que siempre se da en la modalidad de la charla. He escrito libros sobre los tópicos más disímiles y si algo aprendí es que para escribir de un tema, hay que saber de qué se trata, conocer su sintonía fina.

Candela tiene la misma praxis que Laurita, y será por eso que la reemplazó en las mañanas, en el salón de adelante de Figlio. A Laurita la nombraron encargada y pasó a estar detrás de la barra, con su incipiente embarazo. Candela no sólo no está apurada, sino que crea un lazo de estima y respeto con los parroquianos. Sólo le basta con lo mínimo: el saludo afectuoso, tomar el pedido, traerlo, y eso basta para adivinarle la sonrisa detrás del barbijo. Reconoce a cada cliente por el nombre, lo que de inmediato crea un lazo de pertenencia. Nunca supe si disfruta de su trabajo, pero esa es la impresión que da. Es joven, tiene un niño, se está haciendo su casa, vive lejos (en Cerro Leones), aprendió a manejarse con cuidado andando en moto, y como camina muchísimo uno debe suponer, a pesar de su juventud, que está cansada, pero si es así nadie lo nota. Y técnicamente es una camarera dúctil, ágil, como los mozos de antes (tal como lo era Rubén Ghezzi en Al Ver Verás o Palito Parolari en El Cisne) o como los buenos árbitros de fútbol: hace tan bien su trabajo que su presencia podría pasar inadvertida. Y como se trata de una moza de la posmodernidad, Candela tiene a favor la tecnología (en su tablet registra el pedido) y en contra uno de los karmas de este tiempo: la ansiedad social. A la gente no le gusta esperar mucho nada. Ni siquiera un café y menos si se trata de comida en un restaurante.

No son tiempos fáciles para el oficio de mozo. Hay una gran cantidad de camareras que se inician laboralmente, pero son muchas más las que renuncian por la exigencia de lo que significa una jornada laboral o, tal vez, por la relación sueldo-trabajo. Caminar en estos días por la ciudad, ver sus bares y restaurantes atestados de gente, de vecinos y de turistas (algo que también recarga el stress) y obligan a los aspirantes a mozos a aprender en tiempo récord lo que lleva años, salteando etapas y escalas, como bien lo sabe cualquier mozo de bracería (se los llamaba así porque hacían todo con el brazo) formado en el Tandil de los años felices. Ayer me dijo un amigo, que es dueño de un bar del centro: "¿Qué seríamos sin los turistas?". Es cierto, tan cierto como qué seríamos nosotros sin los buenos mozos y las buenas camareras como Candela.

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