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Hace algunos días en mis redes sociales
propicié una encuesta respecto al turismo incesante y cómo lo recibían los
tandilenses. Ganó por clara mayoría la opción de que el turismo era lo mejor
que podría habernos pasado teniendo en cuenta el rédito económico que produce y
las fuentes de trabajo que crea. Si bien es cierto que algunos lectores
tuvieron una mirada crítica sobre el aluvión de visitantes y los cambios que la
ciudad transitaba frente a esta industria por ahora sin techo (y siempre pendiente
de que los precios abusivos y un servicio deficiente arruinen el destino), la
realidad es que aquel Tandil que conocimos -y disfrutamos- ya no existe más.
Ayer, sin embargo, tropecé con un
signo peculiar: un cartel que anunciaba el pastel de papas "a la antigua". Sabía (al estar escribiendo un libro de
historias con recetas gastronómicas) que hay un lugar que cocina un pastel de
papas muy ponderado: el restaurante del Hotel Kaiku, sitio donde ocurre una de
las historias del libro que acompañaran las recetas gastronómicas de Emilio Pardo. Pero, sin embargo, el
cartel en cuestión no estaba allí: lucía su estampa en la esquina de Yrigoyen y
San Martín donde la amiga Sandra
Maqueira fundó Cantina Pink logrando derrotar la maldición del lugar, donde
nunca nada había funcionado desde que don Jorge
Ruda cerró, en los 90, su mítica bicicletería, después de estar la friolera
de 46 años allí.
La pregunta que me hice es, ¿por
qué la cantina ofrecía el pastel "a la antigua"? La respuesta iba más
allá de lo que es obvio: inferí que en otros sitios la nueva gastronomía de la
ciudad había reversionado el plato, es decir que lo había ajustado a un formato
moderno. Vuelvo a Pardo: su plato estrella desde que creó Calabaza es el locro
que cocina Ana María, una cocinera
cordobesa que llegó a Tandil hace trece años y a quien su abuela le enseñó cómo
se cocinaba este plato criollo y popular en su más absoluta genuinidad, con el
secreto mejor guardado: la preparación previa el día anterior y el empezar a
cocinarlo desde las 4 de la mañana. El locro de Calabaza se cocina para las dos
fechas patrias que conocemos desde la escuela, pero Emilio le agregó algunos
productos regionales del Tandil del siglo XXI que lo convierten en un locro más
"cheto", por decirlo en cierta forma humorística, enfocado en el
paladar tandilense: en vez de achuras, le pone panceta, en vez de tripa gorda chorizo
colorado; también chorizo, pechito de cerdo y cortes de carnes más nobles que
el plato original. ¿Qué se busca? Sencillamente: un locro más rico. Esa reversión
convirtió al locro de Calabaza en el plato más vendido en toda su historia. Es
decir que se puede hacer con el pasado un producto tan exitoso con elementos
del presente. Y también a la inversa, es decir volviendo al punto de origen de
un plato como lo conocimos de antaño, a través de las manos de nuestras madres
y abuelas. Eso hizo Sandra con el pastel de papas "a la antigua" que
ofrece el cartel de Pink: "Es
simple, hacemos el pastel de papas con los ingredientes clásicos de siempre,
hecho en cazuela de barro a la que se le suma una capa de queso parmesano
gratinado", me contó cuando la curiosidad del cartel me llevó a
contactarla.
Lo que sí no se puede hacer -ni en el turismo, ni en ninguna otra actividad, pero ahora estamos hablando de esta próspera industria en creciente desarrollo- es falsear la historia. Es adulterarla, por decirlo de alguna manera. El Valle del Picapedrero es uno de los lugares más hermosos que tiene esta ciudad. El otro día conté unas líneas de lo que había sido ese lugar a principios del siglo pasado: la cantera de Los Independientes de la Aurora (cuyos obreros picapedreros trabajaron la piedra en el cerro homónimo), y que también llevó el nombre de El Cordón de los Libertarios. Cité entonces un trabajo de la Lic. Ana María Meineri, que ilustra a vecinos y turistas (si alguien se tomara el trabajo de hacer la señalética respectiva) que la base del Tanque de Agua de la antiguamente llamada Plaza de las Carretas fue hecha con piedra extraída de la cantera de los independientes de la Aurora, donde ahora, turistas y vecinos hacen escalada en la vertiginosa pared de piedra que es una de las grandes atracciones del Valle del Picapedrero. A la belleza del sitio no le hace falta que se le mienta con su historia.
La señalética al ingresar al predio anuncia una antiquisíma construcción que se le adjudica a los picapedreros de aquella cantera, como si se tratara de una reliquia patrimonial histórica. Eso no es así. La construcción, una suerte de baño grande, está hecha con piedras pero con manos que la levantaron unas cuantas décadas después de la épica libertaria de los independientes de la Aurora. Visitar un lugar con historia implica dos cosas. Una, preservarla. Y la otra, a falta de la primera, no fraguarla.
Esto viene a cuento por el contundente resultado de la encuesta que en mis redes, sin otra aspiración que un muestreo, respondieron los lectores. Más de quinientos expresaron que el aluvión turístico es una buena noticia para Tandil, para su economía, sus recursos humanos y la propia marca de la ciudad. Creo exactamente lo mismo. Y creo también que hay un Tandil antiguo (como el pastel de papas de Sandra Maqueira) y moderno como el locro reversionado de Emilio Pardo que no sólo pueden convivir de maravillas entre sí. También califican a la hora de cuidar el destino para que el turismo de la ciudad esté hecho de pasado, de presente y, sobre todo, de una proyección que supere la efímera categoría de una ciudad de moda. Clásica y moderna, sería la síntesis para Tandil, a la hora de pensar el destino.
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