Historias VOLVER
A Esteban Soto Price, que me contó lo que sigue.
Ya se sabe que el piropo es un halago
en extinción. Dos cuestiones atentan contra el piropo. Una, cierta vulgaridad del
paleolítico en el argumento por parte del varón. Otra, el tenor extremista del feminizismo
que sitúa al piropeador en una categoría de abusador oral. Sea como fuere, el
piropo parece transitar sus últimas horas en la civilización postmoderna.
Hacía rato que no pensaba en esta
cuestión. Alguna vez escribí sobre las andanzas de un piropeador vocacional, un
señor grande, exmetalúrgico, que merodeaba el centro (estoy hablando de hace
algo así como diez años) piropeando mujeres y no precisamente las más
agraciadas por eso que se entiende como la belleza obvia. El tipo se llamaba
Filomeno -quizá aún viva- y había detectado que el lugar de mayor tránsito
femenino era el negocio "Telas Tandil". Ahí se estacionaba, pispeando
la puerta y era un verdadero maestro en el arte del piropo. Está claro que eran
otros tiempos, pero no conozco mujer (bueno, sí, salvo las que piensan que el piropo es una forma de acoso) que no reciba el aleteo de una cosquilla
frente a un piropo de categoría que esté bien dicho. Letra, tono y oportunidad,
me parece, definen la calidad de un piropo. Como Filomeno no buscaba otra cosa,
es decir que no lo hacía para seducir a la piropeada, su acto entraba en un
canon poético rarísimo: era un filántropo de la galantería. Buscaba el momento
justo para decir el piropo, lo enunciaba y seguía su rumbo, con lo cual
descartaba cualquier doble intención. No habrá otro como él.
Ayer, por Belgrano hacia el
centro, venía caminado una linda mujer. Tal vez tuviera todo eso que trasciende
al arquetipo femenino de lo meramente bello: paseaba ágil por la vida, sencilla
en su vestido blanco, con florcitas azules y rosas, como surfeando el andar, el
paso suave sobre sus sandalias chatas. Es cierto que era joven (algo así como
de entre treinta y cuarenta años), digamos, ya en las vísperas de su segunda
juventud. Pero tenía algo más: una actitud que no es frecuente. Hay mujeres que
se saben bellas y no hacen más que exponerlo, que sobrecargar ese atributo a
los ojos de los otros (y otras). Acá no: era una mujer sin extravagancias, ni
imposturas. Lo mejor era que carecía de toda jactancia sobre sí misma.
Cualquier hombre se da cuenta (y las mujeres más) cuando la belleza se blande
como un pasaporte o un estandarte, que es exactamente como asesinar la
frescura. Por Belgrano, entonces, hacia el centro, en lenta subida, la mujer
llevaba una cartera chiquita al hombro, el pelo suelto y un aire como de
mariposa, como quien aletea cada paso.
Cuando cruzó Paz supuse que lo
había visto. Era un tipo tan joven como ella que venía caminando también por
Belgrano pero hacia Santamarina. Inmediatamente recordé un pensamiento de
Borges. Lo citaré un poco de memoria: Borges hablaba de esos vínculos efímeros
que se producen en las grandes ciudades. Se refería a Buenos Aires, cuando uno
se cruza con una mujer que le gusta, que lo atrae en una primera y definitiva
mirada, y sabe que, salvo un milagro, ese encuentro no volverá a producirse.
Las grandes metrópolis son ponderadas porque uno, anónimo y feliz, no le rinde
culto a nada en medio de la multitud, pero también tiene su contraindicación en
la impersonal vastedad de la muchedumbre. Borges sabía muy bien (incluso
después de quedar ciego) lo que significaba ese encuentro, ese cruce de caminos
entre dos personas en un punto mínimo de la ciudad, y sobre todo, esa
oportunidad que al no actuar se perdía para siempre.
No sabemos si el joven que ahora
baja por Belgrano y está por cruzar la calle Paz ha leído a Borges. Y menos
sabemos si ha tropezado con la crudeza de tal pensamiento. Ahora lo único que
hace, al ver a la muchacha cruzando sobre el empedrado, es quedarse petrificado
en el cordón. Es decir, detener su propia marcha. Ignoramos si es una
estrategia, o un acto reflejo que le pide a gritos el cerebro (detenerse para
pensar qué hacer en el segundo siguiente), o si ya tomó una decisión para
cuando la mujer termine de cruzar la calle. De pie sobre al cordón, espera.
Lo cierto es que ocurren dos
cosas. Lo primero es que la muchacha venía en su mundo. Para eso sirve, entre
otras cosas, caminar. Para ponerse el sol de sombrero y airear los
pensamientos a favor de la introspección. De modo que, estamos casi seguros,
entre el tránsito vehicular y su propio ensimismamiento, la mujer no pudo
verlo. El joven se le apareció, digamos, de golpe, ante la redonda claridad de sus
ojos de almendra, cuando por fin terminó de cruzar la calle.
Ahí sí sucedió eso que narraba
tan bien Borges. Cuatro ojos que se encuentran en un minuto fugaz de la mañana
inadvertida. Si esto ocurre en un ascensor la batalla casi está perdida, porque
no hay inhibidor de palabras más implacable que el malévolo ascensor. Pero estábamos a
cielo abierto y en un día espléndido. Entonces el tipo se movió de manera
imperceptible hacia ella. No se le cruzó por enfrente, ni le detuvo la marcha.
Sólo se acercó lo suficiente como para que ella no pudiera no mirarlo, y lo
necesario para hacerle saber las nueve palabras con que compuso el piropo que
enunció en un tono cómplice, con una media sonrisa, sin altisonancias ni
sobreactuación. El tono perfecto para que solamente ella lo escuchara. Se lo
dijo de un tirón y con el pánico secreto del que sabe que se está jugando la
última ficha en esa esquina azarosa donde brillaba su oportunidad:
-Y yo que pensé que lo había visto todo...
Dicho esto cruzó la calle y siguió su camino, por lo tanto no pudo ver la sonrisa que se abrió como un gran ventanal en la boca de la muchacha hasta ocuparle toda la cara.
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