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El galán DNI

El tipo, cuya biología debe andar entre los 55-60 años, llega a la caja del supermercado. Se nota que las horas que uno pasa leyendo él las consume en el gimnasio, pero -le guste o no- tiene la edad que tiene.

Así empieza esta historia. Ideal -ya que en breve daré un taller de escritura creativa- para hablar de la cuestión de la observación. ¿Qué significa eso? Que en buena medida una historia depende de la mirada. Y, sobre todo, del estar atento. Uno no mira porque quiera entrar en la vida de los demás; no se trata de eso. El buen observador capta -como en la teoría del iceberg de Hemingway-, lo que queda oculto debajo del agua del relato. Uno ve el 30% cuando lee un cuento, pero lo que nos importa en verdad es el 70 restante. Lo que no dice el autor. Se parece a la doble lectura que impone una anécdota. Una es lineal: se narra la epidermis del episodio. La otra es más profunda: no se cuenta, pero está vívidamente presente, el espíritu y el clima de época de ese hecho (no quiero decir el mensaje) que es, naturalmente, lo más importante.

Las mejores historias no son necesariamente las grandes historias. Un hecho microscópico, como el que voy a contar líneas abajo, amerita un microrelato dado que por más trivial que sea desnuda hasta la médula un matiz de eso que llamamos la condición humana. A veces, es tan minúsculo en sí que hasta resulta difícil cazarlo. Por eso hay que estar atento.

Vamos a entrar en la escena del episodio. Un supermercado, lugar que -con la globalización y la posmodernidad- derivó a la categoría de paseo de compras. Porque se supone que uno hace las compras paseando. Entre góndolas, es cierto, pero pasea. Ahora supongamos que hemos hecho nuestra compra, que vamos a la caja y que, como casi siempre, hay una fila, una espera, un tiempo muerto. Por delante nuestro vemos un hombre. Algo de él nos llama la atención. No es el jean, ni la remera un tanto juvenil, ni los lentes Ray-Ban. Es el pelo. No hay detalle más revelador de la personalidad de alguien que el pelo y los zapatos. Como ya dijimos que se trata de un hombre que ha pasado la mitad de la vida (por decirlo así), es sencillo advertir que algo ha ocurrido en el marote de nuestro personaje, además del rigor de los años. El pelo tiene un ligero y sospechoso color azulino. Nada más que eso. Pero si uno deja de mirar el pelo, cuando el hombre llega a la caja y aporta su perfil podemos empezar a ver algo más, la confirmación del silogismo que dice que uno tiene la cara de la vida que vivió.

Pero bueno, además de una cara hay un cuerpo. Se nota claramente el resultado del gimnasio, esa batalla que el héroe entabla a diario contra su peor enemigo: el tiempo. Entre fierros y abdominales y sudor y largos kilómetros pedaleando sobre la nada misma: el punto congelado de la bicicleta fija. Su cuerpo batalla contra el óxido del declive y ya sabemos que si el gym ayuda por un lado, también embrutece por el otro. No es fácil el equilibrio. Porque además, por la forma que el hombre ha mirado a la cajera, ya tenemos la certidumbre del fenotipo en cuestión: se trata del Baboso Primate. Sabemos que la especie del baboso es infinita, y eso empezamos a descifrar en el genoma de este señor grande que ahora en esos pequeños gestos que lo delatan se babea por la señorita cajera (de treinta y pico como mucho). Encima habla en un tono engolado, como lo hace un winner, para que el mundo se entere del tono rotundo de su voz. Dice, entonces, que va a pagar con cuenta DNI. Y saca el IPhone del bolsillo y activa la aplicación. Entonces la cajera le pide el documento. Y el tipo (cuyo número debería empezar, por lo menos, con 13/14 millones (es decir, el número de un varón nacido en la década del 60) dice muy orondo: "24.255.711". La cajera teclea los números pero la máquina le canta el error. Cree haber tipeado mal y le pide al tipo que le reitere el documento. El galán de pelo teñido vuelve a mentirle el número, para quitarse los años o para no develar los que tiene (¡como si a la cajera le importara!), y la máquina vuelve a cantar error. Entonces nuestro superhombre alega con esa potente voz retórica llena de nada: "Dejá, no te preocupes, te pago en efectivo". Saca la billetera, paga y se va.

El que quiera escribir de las cosas de este mundo, aunque sean las más banales (o por eso mismo, por la insoportable levedad del ser, diría un tal Kundera), tiene que hacer de la observación un credo de fe. Está claro que hace más de mil años que pasa lo mismo. Estamos hablando de la idiotez que obsesionó a Flaubert, y por la cual le debemos sus mejores páginas. Por lo tanto hay que saber mirar, hay que entrenar la mirada periférica (como tenía Diego) para correr el telón del patetismo y que aparezca la forma del grotesco en toda su dimensión.

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