Artículos VOLVER

Los hombres más odiados

¡Se llamaba Capristo, así lo conocían todos. O José Tomás. O para los íntimos, Popo. Pero un día leyó un aviso en el diario que le cambió la historia.

Leyó que Municipio buscaba un inspector para trabajar en la oficina de Tránsito. Así eran las cosas en ese tiempo. Necesitaban un hombre que ordenara el caos general de una ciudad que crecía, entre 60 y los 70, y donde nadie parecía darle bola a nada. Réplica bastante calcada de los días actuales.

Entonces a Capristo le preguntaron si se atrevía a subirse a una moto, dijo que sí y en ese instante perdió parcialmente el apellido. Devino, con motivo del color del uniforme que le mandaron a confeccionar, a una categoría con la que iba pasar por este mundo: como el inaugural zorro gris. El atuendo, pues, le confirió su nueva identidad. Sus principios, dicen, hizo el resto. Afable pero recto en su accionar, se encontró con un problema de muy compleja solución: ¿cómo hacer para que el espacio público, la calle, fuera un lugar respetado por todos? No faltaban, además de las comunes faltas de tránsito, ciertas incorrecciones en el trato, por lo cual el intendente que lo contrató le aconsejó que trabajara armado. "No, eso nunca", dijo Capristo, sensatamente. Y arriba de su moto Gilera pasó a ser una suerte de Cid Campeador siempre dispuesto a pontificar en los hechos lo que más detesta la sociedad, al menos la nuestra: cumplir las normas. Una tarea insalubre que, además, derriba un mito. Eso de que en el Tandil de los años felices sobrevolaba un espíritu angélico en la comunidad. No era tan así la cosa. Había, según los memoriosos, obviamente menos violencia. Y naturalmente menos ruido, pero ya se sabe que la calle es el lugar donde se pone en juego el Yo, y ahí nadie parece muy dispuesto a ceder ni un centímetro de su egoica voluntad.

José Capristo fue el primer zorro gris que tuvo Tandil. Como todo pionero debe haber pagado un precio más o menos parecido a todos los que abrieron un camino. Algo así pasó con un tal Montenegro, en los difíciles tiempos de fines del siglo XIX donde la Corporación Municipal intentaba hacer prosperar el alumbrado público y que los vecinos pagaran los faroles que sacaban al pueblo de la negrura. El primer intento de municipalizar el alumbrado público fracasó ante lo previsible: los faroles se fueron rompiendo (su recambio era muy oneroso) y no había lo que se llama una política de mantenimiento. El cobrador Montenegro comenzó a presentir que más que un trabajo lo suyo se había convertido en un martirio: abundaba la morosidad en el pago del servicio, y por 200 pesos sus relaciones sociales comenzaban a resquebrajarse, con lo cual sin pensarlo más presentó su renuncia antes de terminar de enemistarse con todo el vecindario. Alguna vez deberemos escribir sobre el ingrato oficio del cobrador.

Un inmigrante italiano le siguió en la quijotada, pero ya redoblando la apuesta. Ocurrió cuando la Corporación devolvió el servicio a la actividad privada. En 1872 apareció en el pueblo el tano Luiggi Landin y en un colorido cocoliche elevó una "proposta" que debe leerse en el contexto de lo que significaba el emprendedorismo de la época. Landin era en cierta forma un visionario pero chocó contra la ontológica postura conservadora tandileña. Bajo el título "Proposta a alumbrado a farol in farol de querosene", el italiano proponía a la Municipalidad "llevar a cabo el referido alumbrado en las condiciones siguientes: "Landin se compromete a alumbrar a querosene los faroles que existen actualmente por el precio de cuarenta y cinco pesos moneda corriente mensuales cada farol, debiendo ser de su propia cuenta útiles y composturas de faroles". Era una iniciativa audaz, sobre todo para el oferente, pero la idea fue rechazada de plano. Tres años después el Municipio encontró otro interesado en la concesión, un tal Francisco Álvarez, quien dio su palabra que colocaría 105 faroles a querosene cobrando 45 pesos mensuales por cada farol. En una de las cláusulas, Álvarez había tomado otro compromiso de hierro: debía encender los faroles "todas las noches que la luna no alumbra suficientemente, en verano desde la oración hasta la una de la mañana y en invierno desde la misma hora hasta las doce de la noche". El concesionario también fracasó con estrépito.

Ese siempre fue el problema de los precursores en algo. Saben que deberán remar contra la corriente, y saben que la cuesta será mucho más empinada desde que el gaucho Martín Fierro, entronizando la viveza criolla (mal de los muchos males argentinos) aconsejó que había que hacerse amigo del juez.

José Capristo no terminó sus días como zorro gris, pero muchos años después declaró en una entrevista en El Eco: "Fui el hombre más odiado del pueblo". Al bajarse de la moto derivó su función a tareas gremiales y antes de jubilarse fue presidente de los jubilados municipales. Los zorros grises que tomaron la posta nunca alcanzaron su fama, aunque debieron atravesar la espiral de intolerancia que fue subiendo con los años. Esa forma de aversión a la autoridad que llevamos como una marca de origen.

APORTA TU PENSAMIENTO

Los comentarios publicados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de sanciones legales.

Últimas noticias

Artículos

Zapatos

28/04/2021

leer mas

Historias

"Bon o Bon", a pedido

08/05/2021

leer mas