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El árbol de los dones

La mujer no es una lectora, por lo tanto no tiene un vínculo directo con las historias que suelo compartir aquí. Tampoco la conozco ni creo que vaya a conocerla: su historia me fue revelada por una amiga en común. El asunto es medio complicado de contar.

Para empezar hay que decir que la mujer es casada. Felizmente casada, detalle para nada menor. Pero como estar casada no significa habitar el mundo en una burbuja blindada a cualquier acto, o ser, o emoción de las cosas que suelen pasar a lo largo de una existencia, la mujer a la que vamos a llamar Marilú tiene algo más que una casa, una familia, una profesión. Cuenta con algo que se parece mucho a esa presencia casi inmaterial de la infancia escolar: un amigo invisible.

Marilú tiene, además, en la vereda de la casa, un árbol. Es un árbol que ya estaba crecido cuando con su esposo compraron la propiedad, y que naturalmente siguió elevándose hacia el cielo hasta que un día se plantó. No creció más hacia lo alto pero continuó una suerte de vida subterránea. Centímetro a centímetro, las raíces se hicieron sentir por debajo de la vereda, conmoviendo a las baldosas, y en lenta pero irreversible viaje hacia las profundidades de los cimientos de la casa. No es, por otra parte, un árbol que impresione a nadie: no es un nogal, ni un roble, ni un tilo, no es un limonero ni una higuera. Debe ser, porque así lo han descrito, un álamo. Especie abundante en la forestación de Tandil. Es, por lo tanto, un árbol proletario, uno más de los miles de álamos que, anónimos, comunes y silvestres, pueblan las veredas de la ciudad.

Sin embargo, el modesto álamo de Marilú -vamos a darle esta identidad- no parece ser un álamo cualquiera. Nadie sabe la mano que lo plantó, pero es evidente que no habría de continuar el derrotero natural a todos los árboles. Algo pasó en medio de su crecimiento o cuando se lo plantó que el árbol vino a este mundo como poseído por un don de fábrica: cada dos por tres, entre las piedras y los arbustos que rodean su tronco, en el cantero cuadrado donde crece, a veces, una gramilla despareja que sólo se somete al rigor de la bordeadora, el árbol no sólo deja caer sus hojas con cierta displicencia, con esa belleza inadvertida que tienen los árboles en otoño, sino que además de vez en cuando en torno al tronco aparecen objetos insospechados. Lo último que brotó fue un Chocolate Jack, que, si la memoria no falla, era una golosina emblema (por el juguete que venía incluido) de hace algo así como medio siglo. Pero antes del chocolate, Marilú, baldeando la vereda, se había encontrado con pinceles, lápices de colores que parecían recién fabricados, una bolsita con chocolates Marroc, pomos de óleo, caramelos Sugus, en fin, una serie de objetos que al principio creyó hallar de casualidad hasta que comprendió la mecánica de tales apariciones: si bien ocurrían de manera aislada y naturalmente sin ningún aviso, estaba claro que si el álamo de su vereda en cierto modo era su árbol, todo lo que en torno al tronco encontraba estaba destinado para ella. ¿Para quién si no?

Sus dos amigas (en un exceso de racionalismo) se aventuraron a conjeturar que los dones del árbol podrían estar dirigidos a su hija adolescente, o a su hijo, o hasta a su propio marido por alguna ignota mujer. Pero tales hipótesis fueron definitivamente refutadas cuando una vecina que vive pegada a la casa de Marilú (¡nunca falta la comadre que mira la vida por la ventana!) atisbó en la melancólica meseta de un atardecer dominguero la presencia de un hombre rondando el álamo.

El resto lo podemos imaginar: cuando el tipo se esfumó, la vecina fue hasta el árbol y revolvió entre las piedras y los arbustos del cantero hasta que su mano, ávida, chocó contra un estuche. Imaginó el lugar común de un anillo, o un colgante, y no tuvo empacho en abrirlo, aun aceptando que los dones del árbol no estaban reservados a ella, acto que la situó al borde de una trasgresión ética. Grande fue su sorpresa y su confusión cuando en la opacidad del atardecer tropezó con un fragmento de tela, algo que en la prehistoria de aquel tiempo vital había sido un distintivo o un escudo: ya en su casa y con la ayuda de los lentes descubrió que eso que había retirado del estuche era, en efecto, un remoto distintivo del Colegio de Hermanas. Lo adivinó a pesar de la tela ajada, de los colores desteñidos, de la tipografía desleída, del óxido del tiempo que lo había transformado, casi, en un despojo.

Frente al hallazgo se encontró ante dos caminos. Uno, no decir nada y quedarse en el molde. Dos, tocarle el timbre a Marilú, inventar una excusa de cómo encontró el escudo y conocer la verdad, o lo más cercano a la verdad que su imperiosa curiosidad demandaba. Hizo esto último. Marilú se escapó por la tangente, le dijo que no tenía idea de qué cosa le estaba hablando, pero le bastó rozar el distintivo para salir teletransportada hacia la patria de su infancia. A su amigo invisible pero del colegio de varones.

Un par de semanas después vio al personal de la cuadrilla bajarse de una camioneta. Le costó reaccionar hasta que entendió: su marido había decidido cortar por lo sano antes de que las raíces del álamo le aparecieran por la boca del inodoro.

Marilú intentó frenar a la cuadrilla pero fue como si hubiera querido detener al tiempo. Con la motosierra también cayó astillado el lugar común de que los árboles mueren de pie. Al álamo, descuartizado, se lo llevaron en la caja de la chata. Ahora ella ha perdido el árbol de los dones y no tiene con quién compartir su pena.

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