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En teatro el apagón es el final, es lo último que acontece,
es la página que cierra un libro. Pasan los años y las obras y las tradiciones
y las innovaciones, y generalmente el apagón no pierde vigencia.
Hay, claro, otros apagones. Una luz que se apaga de golpe o
de manera anunciada, una luz que adquiere otra fuerza y también otra energía
cuando ya no es una sola persona la que oprime la tecla que induce al apagón.
Cuando son varios, muchos, por ejemplo, los que a modo de enunciación sin
retórica, -porque si hay algo que induce el apagón es el hecho en sí mismo que
la oscuridad deja afuera a las palabras- el acontecimiento adquiere una
elocuencia mayor.
Casi siempre el apagón público está ligado a la protesta.
Tandil tiene su tradición en apagones varios. Por la inflación, por los
impuestos, por la inseguridad, por reclamos aún más pedestres, como el
estacionamiento a una o a doble mano, en fin, por el motivo que fuere, lo usual
es que el apagón mancomunado, el que se pacta previamente y se cumple a
rajatabla, tenga su origen en una disconformidad, en un malestar.
De modo que ya tenemos dos apagones: el teatral, que precede
al clímax de la obra, al epílogo, y lo constituye, reemplazando de alguna
manera al viejo artilugio de la caída del telón. El apagón delimita, en la oscuridad,
en ese breve lapso de quince o veinte segundos, lo que vendrá después: los
actores en el escenario, el saludo, los aplausos y a veces la evocación si la
obra supo ameritarlo. Sea como fuere, aquí el apagón funciona como clave de corte,
de historia concluida. Mientras el apagón de la protesta pública está hecho,
sobre todo, para la calle, para la sociedad. Es una oscuridad que,
paradojalmente, debe verse. La negrura, cuanto mayor y más grande sea, realza
el nivel de la protesta, de la inconformidad. Ilumina aún más el disgusto.
El lunes en Tandil ocurrió un tercer apagón, diría, aun a
riesgo de equivocarme, que fue inédito. Que, por lo tanto, no pasó jamás y que
será difícil que vuelva a ocurrir. Los comerciantes del centro, o por lo menos
los comerciantes de la calle vecina a El Emporio, un negocio de más de
cincuenta años enclavado en el corazón de la ciudad, que hoy abre sus puertas
arrasado por la tragedia, se pusieron de acuerdo para concretar un minuto de
silencio y un apagón simultáneo. Un apagón que connotó a homenaje, pero también
a duelo. A reconocimiento de pares, de colegas, pero también de vecinos. Un
apagón hecho de una tristeza sombría, porque eso en definitiva deja la ausencia
de luz. Deja una sombra larga, ancha, que abarca el empedrado, las veredas, los
locales, que se extiende como un abrazo en las tinieblas de la angustia, un
abrazo que se da a tientas en el hueco de la pérdida, un abrazo a un padre, a
una madre, a una esposa, a unos hijos, un abrazo que prescinde del lenguaje,
porque ya se sabe que a veces ni las palabras -que suelen explicarlo todo-
pueden comprender la muerte de Diego
Añeli, en la plenitud de la vida, en la plenitud de su cordialidad y su
eficiencia perpetuas al otro lado del mostrador, en el comercio de la familia.
Ese apagón que tantos comercios del centro de la ciudad
produjeron el lunes por la noche en su memoria, no tiene precedentes en
nuestras historias de acá a la vuelta. Es un acto que habla por sí mismo, que
revela en la luz que se interrumpe -en paralelo con la luz de Diego que se
apagó y se fue de golpe a otras galaxias y a otros cosmos-, todo lo que sus
pares de cuadra y de rubro, sus vecinos y sus amigos, pudieron decir en un solo
y concreto acto. O dos: en el minuto de silencio y el inmediato apagón. Un
gesto de amor que Diego se lleva en la mochila del largo y doloroso adiós. O como
escribió Facundo Cabral alguna vez: Nada dejé ni he perdido, lo llevo todo conmigo.
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