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Una combi -o algo así- apuntando al Monte Calvario, en otro
fin de semana donde el turismo se deja ver por la ciudad ya sin sorpresa ante
la abundancia, me recordó un artículo de Jorge Luis Borges, acerca de las inscripciones
en los carros. La combi, como atestigua la fotografía que acompaña esta nota,
tenía una leyenda (o varias) en su carrocería. La que más me llamó atención
contenía un matiz filosófico: "Vamos
lento porque vamos lejos", una suerte de reversión del napoleónico aforismo
de que lo vistieran despacio porque estaba apurado.
Esta especie de literatura ambulante, hecha de citas
populares que nadie sabe muy bien de dónde salieron, máximas de autores
anónimos que se escriben como al pasar y al pasar se leen, también llamaron la
atención de nuestro mayor escritor nacional. Transcribo, pues, los párrafos
salientes de "Inscripciones en los carros", un delicioso artículo que Borges
publicó en su libro Evaristo Carriego, de 1930. Disfrutemos del maestro.
"Importa que mi lector se imagine un carro. No cuesta
imaginárselo grande, las ruedas traseras más altas que las delanteras como con
reserva de fuerza, el carrero criollo fornido como la obra de madera y fierro
en que está, los labios distraídos en un silbido o con avisos paradójicamente
suaves a los tironeadores caballos: a los tronqueros seguidores y al cadenero
en punta (proa insistente para los que precisan comparación). Cargado o sin
cargar es lo mismo, salvo que volviendo vacío, resulta menos atado a empleo su
paso y más entronizado el pescante, como si la connotación militar que fue de
los carros en el imperio montonero de Atila, permaneciera en él. (...) Persiste
el carro, y una inscripción está en su costado. El clasicismo del suburbio así
lo decreta y aunque esa desinteresada yapa expresiva, sobrepuesta a las
visibles expresiones de resistencia, forma, destino, altura, realidad, confirme
la acusación de habladores que los conferenciantes europeos nos reparten, yo no
puedo esconderla, porque es el argumento de esta noticia. Hace tiempo que soy
cazador de esas escrituras: epigrafía de corralón que supone caminatas y
desocupaciones más poéticas que las efectivas piezas coleccionadas, que en
estos italianados días ralean.
"No pienso volcar ese colecticio capital de chirolas sobre
la mesa, sino mostrar algunas. El proyecto es de retórica, como se ve. Es
consabido que los que metodizaron esa disciplina, comprendían en ella todos los
servicios de la palabra, hasta los irrisorios o humildes del acertijo, del calembour,
del acróstico, del anagrama, del laberinto, del laberinto cúbico, de la
empresa. Si esta última, que es figura simbólica y no palabra, ha sido
admitida, entiendo que la inclusión de la sentencia carrera es irreprochable.
Es una variante indiana del lema, género que nació en los escudos. Además,
conviene asimilar a las otras letras la sentencia de carro, para que se
desengañe el lector y no espere portentos de mi requisa. (...) La genuina letra
de carro no es muy diversa. Es tradicionalmente asertiva -La flor de la plaza
Vértiz, El vencedor- y suele estar como aburrida de guapa. Así El anzuelo, La
balija, El garrote. Me está gustando el último, pero se me borra al acordarme
de este otro lema, de Saavedra también y que declara viajes dilatados como
navegaciones, práctica de los callejones pampeanos y polvaredas altas: El
barco.
"Una especie definida del género es la inscripción en los
carritos repartidores. El regateo y la charla cotidiana de la mujer los ha
distraído de la preocupación del coraje, y sus vistosas letras prefieren el
alarde servicial o la galantería. El liberal, Viva quien me protege, El
vasquito del Sur, El picaflor, El lecherito del porvenir, El buen mozo, Hasta
mañana, El record de Talcahuano, Para todos sale el sol, pueden ser alegres
ejemplos. Qué me habrán hecho tus ojos y Donde cenizas quedan fuego hubo, son
de más individuada pasión. Quien envidia me tiene desesperado muere, ha de ser
una intromisión española. No tengo apuro es criollo clavado. La displicencia o
severidad de la frase breve suele corregirse también, no sólo por lo risueño
del decir, sino por la profusión de las frases. Yo he visto carrito frutero
que, además de su presumible nombre El preferido del barrio, afirmaba en
dístico satisfecho
Yo lo digo y lo
sostengo
Que a nadie envidia le
tengo.
"Vuelvo a las inscripciones clásicas. La media luna de Morón
es lema de un carro altísimo con barandas ya marineras de fierro, que me fue
dado contemplar una húmeda noche en el centro puntual de nuestro Mercado de
Abasto, reinando a doce patas y cuatro ruedas sobre la fermentación lujosa de
olores. La soledad es mote de una carreta que he visto por el sur de la
provincia de Buenos Aires y que manda distancia. Es el propósito de El barco
otra vez, pero menos oscuro. Qué le importa a la vieja que la hija me quiera es
de omisión imposible, menos por su ausente agudeza que por su genuino tono de
corralón. Es lo que puede observarse también de Tus besos fueron míos,
afirmación derivada de un vals, pero que por estar escrita en un carro se
adorna de insolencia. Qué mira, envidioso tiene algo de mujerengo y de
presumido. Siento orgullo es muy superior, en dignidad de sol y de alto
pescante, a las más efusivas acriminaciones de Boedo. Aquí viene Araña es un
hermoso anuncio. Pa la rubia, cuándo lo es más, no sólo por su apócope criollo
y por su anticipada preferencia por la morena, sino por el irónico empleo del
adverbio cuándo, que vale aquí por nunca. (A ese renunciado cuándo lo conocí
primero en una intransferible milonga, que deploro no poder estampar en voz
baja o mitigar pudorosamente en latín. Destaco en su lugar esta parecida,
criolla de Méjico, registrada en el libro de Rubén Campos El folklore y la
música mexicana: Dicen que me han de quitar -las veredas por donde ando; -las
veredas quitarán, -pero la querencia, cuándo. Cuándo, mi vida era también una
salida habitual de los que canchaban, al atajarse el palo tiznado o el cuchillo
del otro.) La rama está florida es una noticia de alta serenidad y de magia.
Casi nada, Me lo hubieras dicho y Quién lo diría, son incorregibles de buenos.
Implican drama, están en la circulación de la realidad. Corresponden a
frecuencias de la emoción: son como del destino, siempre. Son ademanes
perdurados por la escritura, son una afirmación incesante. Su alusividad es la
del conversador orillero que no puede ser directo narrador o razonador y que se
complace en discontinuidades, en generalidades, en fintas: sinuosas como el
corte. Pero el honor, pero la tenebrosa flor de este censo, es la opaca
inscripción No llora el perdido, que nos mantuvo escandalosamente intrigados a
Xul Solar y a mí, hechos, sin embargo, a entender los misterios delicados de
Robert Browning, los baladíes de Mallarmé y los meramente cargosos de Góngora.
No llora el perdido; le paso ese clavel retinto al lector.
"Esta página empezará a ponerse erudita después de muchos
días. Ninguna referencia bibliográfica puedo suministrar, salvo este párrafo
casual de un predecesor mío en estos afectos. Pertenece a los borradores
desanimados de verso clásico que se llaman versos libres ahora.
"Lo recuerdo así:
Los carros de costado
sentencioso
franqueaban tu mañana
y eran en las esquinas
tiernos los almacenes
como esperando un ángel.
Me gustan más las inscripciones de carro, flores corraloneras.
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