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El puntilloso

Al Torta Barrientos, que me contó esta historia y me pidió que la vuelva a publicar para que -algo así como cuarenta años después de ocurrida- la puedan leer sus hijos.

La dama no lo imaginó, pero debería haberlo hecho. Tendría que haber prestado atención al aspecto impecable del cincuentón. Los zapatos, por ejemplo, lustrados y brillantes hasta la exasperación. El hombre era el paradigma de un tandilito en versión década del '70. Camisa chemise lacoste sin una sola arruga, los mocasines Guido, Levy 505, el peinado con una raya estricta. El llavero cuentaganado colgando sobre el bolsillo trasero del pantalón, el Torino soberbio, y el anillo carcelero.

La sacó a bailar en un lugar que se llamaba Casablanca pero que primero se había llamado Cachivache, fundada por el recordado playboy Alberto Cantarelli, que algo sabía de boliches y ya venía con todo el hándicap de la mítica Grisby. Fue una noche de 1979, un poco antes de que Casablanca cerrara sus puertas tras el homicidio de un empleado de la seguridad del lugar.

Directo, un tanto brusco y con muy escasas dotes para la retórica, al cuarto tema don Torino (vamos a llamarlo así) ya la había encarado. Ella, quien todavía no había perdido las módicas ilusiones que despertaban las discotecas de esos tiempos, accedió a lo que prometía ser una noche inolvidable. Y vaya si lo fue.

A eso de la una de la mañana Don Torino la invitó, en un gesto que lo eximió de palabras, al telo. Pero, dijo, por precaución conyugal -no sea cosa de tentar a la mala suerte-, mejor procedían a refugiarse en una amueblada un tanto distante, fuera de los ojos indiscretos. Eligió, el señor, un albergue transitorio pero de la ciudad de Azul... Ella, con la intuición femenina que se le reconoce al género, tuvo un mal pálpito, sin embargo ya que estaba siguió adelante. Hablaron vaguedades durante el viaje. Cuando por fin entraron en la habitación, la mujer caminó hacia la cama, se acostó y lo miró insinuante.

El caballero se sacó la camisa y la colocó en el respaldo de una silla. Se sacó el pantalón, lo dobló sobre la línea de planchado y lo dejó, impecable, arriba de la camisa. Sentado sobre el borde de la cama se descalzó y acomodó los zapatos, simétricamente perfectos, bajo el perchero. Luego se quitó el calzoncillo y lo depositó, doblado, sobre el asiento de la silla. Después dejó el reloj sobre la mesa de luz, junto a las monedas y la billetera que había quitado del bolsillo del pantalón antes de desvestirse. Segundos después bajó la intensidad de las luces y se acercó a la cama.

Entonces sucedió un detalle fatal que terminó de colmar la paciencia de la mujer: se dejó las medias puestas, señal inequívoca de que todo aquel protocolo de puntillosidad agobiante tendría su corolario con una cama mediocre, tal como lo indica la tradición de un hombre que tiene sexo con las medias puestas. La cópula y las medias son enemigas del instinto y la concupiscencia.

Entonces ella, harta, deprimida y maldiciendo su mala suerte, tuvo un gesto de dignidad última pero definitiva cuando sin levantar el tono de voz, colgándose la cartera sobre los hombros, dijo:

-Me voy.

El señor Torino no la contradijo. Se vistió con idéntica parsimonia y cincuenta y cinco minutos después, en completo silencio, estaban de regreso en Tandil.

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