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Destinos, de "Vendu Baratu" a Buenaventura

A Jorge Inorreta.

¿Hay un destino? La pregunta una y otra vez se reinicia como el mar. Hace pocos días le puse el punto final al libro de historias con recetas gastronómicas que publicará el chef Emilio Pardo.

Allí conté la historia del árabe "Vendu Baratu", un paisano que se embarcó de Italia hacia la Argentina, con destino final en nuestra ciudad, y que se salvó del naufragio del trasatlántico Principessa Mafalda la noche del 25 de octubre de 1927. Lo rescataron cuando estaba a punto de ser devorado por los tiburones y se juramentó que nunca más volvería a navegar, ni a nadar, ni a subirse a un bote por siempre jamás. Pero veinte años después, de regreso a su casa luego de vender sus baratijas en la Plaza Independencia, tropezó contra una piedra, se desvaneció y se ahogó en tierra firme, en un charquito de agua de la exlaguna Calamante (hoy plaza San Martín), una historia increíble que cifra al destino como si fuera la hoja de una guillotina en manos de un verdugo invisible.

En estas horas un lector me acercó otra historia que intentaré resumir en esta crónica. También el halo fantasmal del destino sobrevuela la vida del personaje, un trabajador, un hombre sencillo que habitó el Tandil de los años felices. Se llamaba Buenaventura Vidal y, se infiere, el hombre ya tenía -en su nombre- la cifra de lo literario. Llamarse Buenaventura y tropezar con las adversidades que debió afrontar a lo largo de su vida, resuena a macabra ironía del destino. Veamos.

Buenaventura Vidal era albañil. Supo trabajar bajo las órdenes de Salustiano Rivas (el Rivas de la calle que cruza Brasil, cuya historia conté brevemente hace unos días).

Una mañana, en una obra que Rivas había tomado en la fábrica Buxton, apareció el pájaro negro del presagio. Buenaventura, que integraba la cuadrilla, había tenido que subir a un andamio y pararse sobre un tablón, a ocho metros de altura y muy cerca de las torres de alta tensión que cruzaban la fábrica.

En un momento de muchísima mala suerte, tocó uno de esos cables frente al espanto de todos sus compañeros. Se derrumbó desde ocho metros fulminado por la descarga. El jefe de fundición y laboratorio, para revivirlo, le hizo respiración boca a boca, hasta que finalmente llegó la ambulancia, in extremis, cuando parecía que su suerte estaba echada. El albañil estuvo unos cuantos meses internado, lo sometieron a todo tipo de injertos, porque la descarga eléctrica le había quemado la piel, y después de un dolorosísimo calvario vivió para contarla. Su caso se hizo muy público y la propia empresa Buxton lo tomó como operario.

Buenaventura vivía en Villa Aguirre, en la época donde los obreros entraban a las fábricas a la madrugada. Era común ver pasar los colectivos (sí, los colectivos de línea en la década del 50 y 60) a esa hora de la alta noche repletos de obreros. O ver a los obreros que -para ahorrar el gasto del boleto- iban a trabajar en bicicleta. Buenaventura era uno de ellos. Bueno, adivinaron. En su bicicleta sin el foco de luz, a las cuatro de la mañana, un auto lo atropelló mientras cruzaba el puente de la ruta. Cayó al vacío como un muñeco descoyuntado, rodando hacia las vías del ferrocarril, entre la tierra y los alambrados, pues en ese momento la zona era pleno campo. Otra vez el hombre terminó en la terapia intensiva del Hospital. Estuvo cinco meses internado, reponiéndose de las fracturas y los nuevos injertos que debieron hacerle. Y nuevamente sobrevivió.

Finalmente, pudo volver a trabajar. Pero un mes después de su nueva resurrección, Buxton decidió despedir a 650 trabajadores. Buenaventura estaba en la lista fatal. Literalmente fatal, pues Buenaventura Vidal, por el disgusto, murió de un paro cardíaco mientras leía el telegrama del correo con la noticia de su despido.

¿Hay un destino?

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