Historias VOLVER
Lo vieron corriendo como un galgo, de a grandes zancadas, el
gesto desencajado, por Pellegrini hacia Alem. Canoso, algo grueso, de saco,
camisa, jean y mocasines. Un vecino que estaba regando las plantas gritó que
era un chorro; otra comadre del barrio llamó a la policía.
El tipo ya estaba casi en la línea fuga del horizonte, en la
esquina, y seguía corriendo. Un viejo en camiseta dijo que por ahí el hombre
estaba yendo al Hospital de Niños, tal vez se le accidentó el pibe, arriesgó.
Cuando llegó la policía el tipo se había esfumado.
Todas las cabezas se volvieron hacia el chalé de donde venía
la carrera del presunto ladrón. Un hombre mayor en piyama con los brazos en jarra esperaba en la vereda.
Una larga bufanda le daba una doble vuelta al cogote. ¿Quién le había tocado el
timbre? Eso se seguía preguntando, como si el hecho tuviera alguna relevancia
entre los tantos actos irrelevantes que uno hace en esta vida.
Debe ser un ladrón nomás, dijo la vecina de enfrente, que
portaba la escoba como si fuera un fusil.
Un policía de la patrulla quedó rezagado. La gordura le jugó
una mala pasada y no pudo seguir el ritmo de la corrida en que ahora sus
compañeros se perdían en lontananza. No pensó ni en el conjetural delincuente ni en nada
que no fueran las bromas pesadas que iba a tener que soportar cuando volviera a
la taquería.
El frutero, en tanto, coincidió con la vecina: un tipo que
aparece de la nada y sale corriendo como un despavorido no puede ser otra cosa
que un chorro.
O un loco. Eso dijo el psiquiatra de la cuadra. Salió a la calle cuando escuchó el griterío y la sirena del patrullero. Después pensó que tal vez había caído en un reduccionismo, pero no iba a ser el primero ni el último en asociar a un tipo que corre sin motivo alguno con la figura de un demente.
Cinco cuadras más allá el fantasma del saco y los mocasines recuperaba el aire y el sosiego: hacía muchos años se había prometido volver al barrio de la infancia, tocar timbre en la casa que recordaba perfectamente y salir corriendo con el ring raje a cuestas. Una forma (tal vez infantil) de volver a la infancia. No le importó. Nadie habría de reconocerlo jamás porque su barrio ya no era lo que había sido, los vecinos más grandes habían muerto y seguramente todos sus amigos de la cuadra estaban muy ocupados haciendo cosas más importantes. Y el timbre que tocó, el timbre donde vivía Estercita, a la que nunca se insinuó por temor al rechazo, ese timbre ya no era un timbre. Era un portero eléctrico de un chalet que ya no era aquella casa de puerta cancel y zaguán. Era otra casa, era otra cosa, tal como él también era ya otra persona.
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