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Una foto sin epígrafe

El autor de la fotografía que ilustra esta nota se llama Franco Fafasuli. Es reportero gráfico y en medio del mar de palabras atronador de la víspera, la imagen que logró, solita, retrató la síntesis política con algo de déjà vu delarruesco: la inconmensurable soledad de un presidente cada vez más cercano a la caricatura.

Sabemos que hay fotos terribles, fotos que son llamadas a quedar en la historia. Toda la historia argentina, al menos desde que apareció la fotografía, está matizada por la potencia electrizante de la imagen. Ese lugar común nunca agotado de que una imagen vale más que mil palabras (o que un millón, ya que estamos) le cabe a la foto que sacó Fafasuli cuando su instinto y su precisión se concentraron en un solo movimiento: apretar el obturador de la cámara en el momento indicado. Ni un poco antes ni, mucho menos, un poco después. Porque si lo hacía antes, con Fernández iniciando la retirada hacia el costado, perdía la sensación de vacío, de huida, de inminente entrada a la nada; y si lo hacía después no había foto: sólo iba a quedar, en pleno orgasmo, Sergio Tomás Massa, en el momento más sublime: cuando da vuelta la panquequera y cae parado convertido en Churchill, en Napoleón, en Perón, en el Gardel de los ministros de economía.

Entonces la foto sucedió en el instante preciso, esa fracción de segundo que explica una moderada tragedia, la de Fernández, el presidente que no fue, el procastinador de todo, hasta de sí mismo, en plena salida de la escena, diluyéndose del foco de las cámaras y de los micrófonos que a su vez lo ignoran porque ya han virado a la centralidad de la figura de traje negro, parada en el escenario como se paran los artistas, esa parada de la que mucho hablaba René Lavand: un saber apoyarse sobre la planta de los pies, un cuerpo bien erguido, dócil, alejado de toda tensión, un cuerpo cuyo magenetismo abarca a todo el auditorio, que resume una suerte de altivez y convicción, y en uno de los extremos de la figura, arriba, en la cara, una sonrisa engolada, redonda, que muestra todos los dientes, sean propios o implantados, un porte que recibe los flashes y las preguntas y los saludos como si fuera una estrella de rock. Porque para colmo, además, estaba Moria Casán y algunos ejemplares de la farándula, cuestión que hacía aún más estridente el contraste entre el Ministro Gardel y la sombra errante que le dejaba todo el ring, el cuadrilátero entero, y se iba al rincón, sólo como un fantasma, para encontrarse con la verdad sublime que hace algo así como cuarenta años sentenció el gran Ringo Bonavena: cuando suena la campana hasta te sacan el banquito.

Pues bien, en su regreso al rincón, magullado por las piñas, con el ego por el piso, vejado por el ninguneo, como un actor de reparto que vuelve después de hacer un bolo intrascendente, Fernández no encontró ni eso, ni el banquito, para sentar lo poco que le queda: un cuerpo agobiado, un semblante patético, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.

Le pasó, a Fernández, lo que le pasa a cualquiera que en su infancia le preguntaron qué quería ser cuando fuera grande. Fernández respondió que quería ser presidente. Y no. No va por ahí la cosa. Cualquiera no puede ser presidente de este país, ni siquiera un político profesional como Fernández. Y mucho menos un presidente delegado. Y menos que menos si no se entrega a la irremediable pasión argentina: la traición que muchos le aconsejaron. El tema es que no traicionó ni fue leal. Ni chicha ni limonada. Se quedó en un lugar imposible, pedaleando sin cadena, en un apronte que nunca arrancó. Durante la pandemia vivió su mejor época como Presidente, pero fue en la misma pandemia -con otra foto icónica, la de la fiesta en Olivos- donde empezó su desgracia. Dicen que estuvo a punto de renunciar, pero que no lo dejaron. Hizo mal. Debiera haberse ido en mismo instante y tal vez -solo tal vez- la historia le habría dado un mejor lugar.

Al menos habría zafado de lo que siguió. Porque en estos tiempos, donde cada persona tiene su propio medio de comunicación con su telefonito, podés llegar a tardar diez minutos en convertirte en un meme. Y de eso no se vuelve siendo presidente. No volvió Illia cuando -sin el poder viral de las redes sociales- lo estigmatizaron como la Tortuga Meme. No volvió De la Rúa, después de vagar como un ebrio trágico por el decorado del programa de Tinelli. Si bien es cierto que nadie zafa de ligar un meme, o miles de memes, la diferencia es que un político con encarnadura de caudillo lo resiste. Gestiona la burla, porque su personalidad blindada, su sentido del liderazgo, su invulnerabilidad psíquica (donde el cinismo cuenta) está preparada para tales contingencias. Menem, el propio Macri y su pasión por las reposeras, Kirchner y Cristina, son la prueba cabal de que ni un millón de memes pudieron ellos.

Ayer toda la ceremonia del juramento del Ministro Gardel, del que supo traicionar y lo volverá a hacer todas las veces que lo crea pertinente, desnudó la semiología del poder en su más cruda versión. Un presidente jarrón, de neta pulsión decorativa, al que por poco le faltó pedir permiso para hablar, y que a la hora de cerrar el acto (o la parte que le correspondía del acto) con su penosa retirada hacia las bambalinas terminó de clausurar un ciclo. Dado que esto es Argentina, nadie sabe cómo seguirá esta historia. Lo único más o menos seguro es que no volveremos a ver una imagen de tan grueso patetismo, que induce a la lástima, sobre todo para un presidente peronista. Irse así del ring, del centro de la escena, sólo como un cóndor, como un chico que lo mandan al rincón, como arrastrado desde arriba por el titiritero de su propio Destino y con los hilos a la vista, era una imagen un tanto difícil de creer hace dos años y medio, cuando empezó la pesadilla de Fernández, aun dentro del realismo mágico argentino. Pero el reportero gráfico Franco Fafasuli estuvo atento para sacar una foto que prescinde del epígrafe.

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