Tenía tres problemas: era tímido,
era feo y en marzo de 1971 resultaba muy complejo abordar en la calle a una
dama desconocida. Al apicultor Ramón Cifuentes le gustaba muchísimo una mujer
espléndida que había trabajado en la peluquería Carmina, en el local que la peluquera tenía
en la Galería 9 de Julio, pero no sabía cómo llegar a ella.
Había quedado paralizado por su
belleza la primera vez que la vio en un lugar insólito: la puerta giratoria del
Banco Nación. Ella entraba y él salía.
Por introversión y por la propia
inercia de la puerta -metáfora del desencuentro, del que viene y del que se va-
la dejó ir. Pero regresó al banco durante tres semanas seguidas.
El segundo encuentro también fue
inesperado: ocurrió en la puerta giratoria del local que tenía la Usina sobre
calle 9 de Julio. Quedó inhibido ante los brevísimos tres segundos que imponía
el recorrido circular de su puerta giratoria. Pero Cifuentes creía que la
energía cósmica del destino había dirigido esa cita por dos veces dentro del
cubículo orbitante, por lo cual estaba convencido de que tendría una última
oportunidad. Y no se equivocaba.
El tercer encuentro se produjo en
la puerta giratoria del Banco Comercial. Esta vez el apicultor entraba y la
mujer salía.
Fue una sincronía perfecta de
ambos para la coincidencia en el acceso y el ritmo del tránsito por la puerta
giratoria. Apenas se encontraron dentro del cubículo, Cifuentes quiso hablarle
a través del vidrio. La mujer miró a ese pobre diablo con los ojos
desorbitados, con la boca abierta pero como si fuera un mudo esforzándose para
sacar la voz.
La puerta siguió avanzando y al ver que iba a perder su chance Cifuentes se abatató y quedó clavado al piso. La frenada fue tan brusca que la mujer se estampó la frente contra el vidrio, y un grito jadeante se escuchó desde el banco hasta el Bar Ideal. El viejo Conte, el vendedor de rifas, la rescató del piso. Un chichón morado se dibujó en la frente diáfana de esa mujer hermosa. Con el alma en un hilo el apicultor se disculpó por su torpeza. La mujer, todavía atontada, le preguntó qué quería decirle. Y a Cifuentes, como asumiendo la irreversible derrota de la fealdad ante la belleza, le salió una sola palabra que al instante se disolvió en el aire: "Nada", balbuceó.
Luego, como una sombra en pena, ser perdió en el interior del banco.
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