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Un Citroën en la caverna de Syquet

Ayer un tipo me preguntó, respecto al ciclo "Picadas con historias" para que el que me convocó Syquet, qué nombre le daba a lo que voy a hacer este viernes en el sótano de Mitre y Rodríguez.

Antes de continuar digamos que con este vecino nos habíamos cruzado en la puerta del Banco Provincia, sucursal Avenida de los Tilos. Fue gracioso. Me dijo: "Con mi señora pensamos ir a eso que vas a hacer en Syquet". Reparé en la muy acertada palabra que el hombre usó, pues él tampoco supo definir -ni debía hacerlo- la categoría del evento. Y tenía razón: un espectáculo, no es. Un show, tampoco. Una obra teatral, menos. Una charla, ni de cerca. Entonces, ¿qué es? Le dije lo que genuinamente me parecía qué cosa era lo del viernes: simplemente un hombre que cuenta historias. Asintió con una sonrisa un tanto enigmática y se metió adentro del cajero automático.

Como sabemos, este asunto, la de un tipo que cuenta historias, empezó allá lejos y hace tiempo, en una caverna en torno al fuego. Después deben haber venido los juglares y así, con diferentes nominaciones, se fue extendiendo a lo largo del tiempo la misma cuestión: la de un recién llegado que toma la palabra frente a un grupo reducido de personas -porque contar una historia siempre requiere de un contexto de intimidad- y se dedica a contar lo que ha visto, o lo que a su vez otros le han contado. Y esa operación dialéctica tiene como sustancia, o, para decirlo en los términos de la comunicación actual, como plataforma, la tradición oral. Son historias que han ido pasando de boca en boca y que así seguirán transmitiendo, y que el tiempo, y la personalidad del orador, digamos su vivacidad, o su creatividad, o lo que fuere, la irán reescribiendo durante los años, las décadas, los siglos.

Ahora, salvo en los asados, no hay gente en torno al fuego. En Syquet las personas estarán sentadas a una gran mesa colmada de salames, quesos, salamines y delicias afines. Van a picar también, con la punta del palillo, un puñado de palabras, que se irán haciendo frases, que se irán haciendo tramas para condescender finalmente a la altura de una historia. Contada en la mayor y más bella de las austeridades, porque eso la diferencia de las historias que se cuentan con otros formatos: su nula escenografía, es decir su ausencia de artificiosidad. Una historia en estado puro. Siempre el gran desafío del narrador oral -en todas las épocas pero mucho más ahora, donde la atención del público suele ser laxa, débil, con la guillotina latente de estar a punto de ser decapitada por el teléfono celular-, es mantener al público en vilo, al borde de la silla, sostener su concentración dentro de la historia. El acting de cómo contarla, si se sabe hacerlo, deviene en el paso ulterior: que cada uno de los que escucha esa historia la vea. Que se la represente, que se adentre en ella, que sea un testigo fiel de lo que está escuchando. Me gusta creer, porque así lo siento, que cualquiera puede escribir un libro con mejor o peor suerte, pero no cualquiera puede contar una historia. Todos los que contamos historias sabemos que el mejor público es el femenino: las mujeres tienen una mayor credulidad que los hombres. Y la ficción es, en esencia, eso: la suspensión de la incredulidad. Porque al final, si el trabajo está bien hecho, lo verdadero o lo apócrifo, lo verosímil o la mitología, termina siendo un detalle menor.

Con llamativa sincronía, el hombre con que empecé esta nota salió del cajero automático al mismo tiempo que yo dejaba el banco. Me contó entonces lo que ya me había imaginado: que su mujer es más lectora de mis historias que él. Y que van a ir el viernes a Syquet para sacarse la espina de eso que leyeron hace treinta años en la contratapa de El Eco. Eran unas cuarenta crónicas que escribí acerca del pago chico, pero en especial esa que conté una sola vez, en la última contratapa y que después fue a parar a mi primer libro. Cabe explicarlo así: cuando un episodio es un tanto grueso, un tanto incontable, sobre todo por la cercanía en que ha ocurrido, hay que esperar un tiempo para hacerlo público. Veinte años, como mínimo. A los treinta prescribe. Pero claro, esa historia desmedida, desmesurada, tragicómica, plena de un pintoresquismo fatal, de alguna manera sentí que debía ser contada antes de que prescriba. Entonces algunos escritores toman por ciertos atajos para poder hacerlo: la deforman brevemente y la narran como si fuera una leyenda urbana. Modifican, en parte, su genuinidad. Una leyenda es más fácil y más digerible de contar que una historia fáctica, real, de cuerpo presente.

Bueno, eso hice hace treinta años. La dibujé como una leyenda, un cuentito, la publiqué en el diario y al poco tiempo, en el velorio de un conocido, los deudos me pidieron que la contara. Los velorios, todos lo saben, son escenarios muy propios para la narración oral y tal vez sea para sublimar la angustia. Empecé a contarla y empezaron las risas. Un comisario amigo del muerto se presentó y me quiso meter preso por "faltarle el respeto al occiso". La viuda le salió al cruce y me dijo que la siguiera contando, que el finado había sido un lector mío (cosa que era cierto) y que él hubiera preferido las risas a las lágrimas. Pues fue así: lo despedimos con esa historia que allí, en lo de Beto Manna, conté con lujos de detalles. Se titula "El viajar es un placer" y la trama habla del viaje de vacaciones de una joven pareja de laburantes a bordo de un Citroën y la suegra en el asiento de atrás del auto. Y lo que en medio de ese viaje sucede...

Y ahora esto. Lo que realmente no imaginé en absoluto ayer, cuando el hombre me paró en la puerta del Banco Provincia de la sucursal los tilos, fue lo que aconteció cuando le confirmé que, en efecto, la historia "El viajar es un placer" estaba dentro del repertorio elegido. El tipo, contemporáneo a mi generación, sonrió esta vez con moderada malicia, se enrolló la bufanda con un gesto que oscilaba entre la divertida resignación y un legítimo orgullo, y me dijo:

-Contala bien, Elías, porque yo soy el tipo que manejó aquel Citroën...

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