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El ritual del pelo en el Día del Peluquero

Salió con rima el título de este aguafuerte, hoy, que se celebra el Día del Peluquero (¡qué raro que no le agregaron todavía el "él y la peluquera", je), y si salió con rima es porque el arte del cortar el pelo está ligado, lateralmente, a la dialéctica. Ya veremos por qué.

Bueno, podemos decirlo ahora: porque no hay peluquero mudo, no hay peluquero que no entienda el secreto de su oficio desde el contexto de la conversación. Es más, en un tiempo donde todo atenta contra la conversación (los celulares, la televisión y muchos etcéteras) el espacio de la peluquería ha puesto en valor el ritual de la charla. Entonces digamos, para empezar, que un peluquero que se precie de tal, que aspire a serlo como complemento del prodigio que tenga en sus manos, debe ser esencialmente un tipo sociable. Como los psicólogos, debe tener una buena oreja y saber mantener una sostenida conversación.

Una vez le pregunté a Antonio Zinóvile, por todo el mundo conocido como el Tero, le pregunté: "¿Alguna vez te tocó un cliente mudo, o sea un tipo que no quiera hablar?". Me dijo que nunca. Insistí dándole una vuelta de tuerca a la pregunta: "¿Alguna vez un cliente te pidió a vos que no hables mientras le cortás el pelo?". Jamás, me dijo, sin el menor atisbo de duda. Y además agregó: "Es algo que nunca podría pasar".

Es que resulta una escena imposible desconectar el acto del corte de pelo con la palabra. Hay un tipo que está cortando a pelo y otro tipo al que se lo están cortando. Uno de pie, el otro sentado. En el tiempo que dura esa ceremonia la palabra juega su propio partido. No importa de qué venga la charla. Nadie va a hablar de filosofía cuando decide cortarse el pelo. Entre varones como temática impera el fútbol, la política y, a veces, las mujeres. Pero entre las mujeres, sospecho, la cosa no es igual. Una sola vez, por error, caí en una peluquería de mujeres, sobre la Avenida Rivadavia. Me la recomendó mi hijo, un treintañero habituado a compartir ese espacio sagrado con el otro género. Mi generación, por lo general, elegía al peluquero que sólo cortaba a varones. Son épocas. Caí, entonces, en una peluquería donde había más mujeres que hombres. Y quedé pasmado, pues fue como que se me hubiera revelado el truco del ilusionista, los hilos del titiritero. Las argucias y los secretos para construir belleza en la cabeza de una mujer jamás deben mostrarse, así que salí corriendo. Lo primero y último que vi, recuerdo, fue la hermosa cabellera de la extenista Mariana Pérez Roldán.

Ahora volvamos. Cada peluquero tiene su estilo y su target. Portela es uno de los peluqueros más populares del pueblo. Cobra barato, corta en simetría con lo que cobra. Es uno de los últimos peluqueros de la tradición de la peluquería barrial. En el otro extremo de la pirámide, Zinóvile lidera el sector ABC1, dicho con cierto humor. Antonio tiene tras de sí el tesoro de la experiencia, corta muy bien y no se durmió en los laureles del conformismo: está atento a los cursos, a las novedades, a las tendencias. Atravesó la transición del peluquero al estilista sin dejar de ser un peluquero, todo esto más el plus que le confiere ser portador de una tandilidad profunda, una sociología de origen, un tesoro que en su momento también exhibieron las chicas Demarco, o Carmina en su local de la Galería 9 de Julio y tantos otros (bueno, y otras).

Lo más novedoso de este tiempo son los barberos peluqueros. En sus manos se confían las nuevas generaciones. Una coquetería totalmente ajena a nuestra época impera entre los varones, niños y adolescentes, una coquetería que está al tanto del último corte y del estilo de moda. Demandan una exigencia durante el corte que llama la atención por la minuciosidad y el detallismo.

Independientes, metódicos, siempre cordiales, subsumidos en su mundo de tijeras y navajas, de conversaciones que van mutando de cliente en cliente, los peluqueros celebran hoy su día. Me acuerdo del peluquero de mis desgracias de infancia: el gallego Martínez, que atendía en el subsuelo de la Galería 9 de Julio, y me cortaba el pelo como lo ordenaba mi padre: al ras y sin compasión. Me acuerdo de otras peluquerías míticas que no conocí: la Londres. O de George, o de Eduardo, con su local en calle Rodríguez, frente al Salón Danés, que cortó durante treinta años y ahora se dedica a tocar en una banda de blues pesado.

Hay dos mitos: uno dice que no existe peluquero pobre, en virtud de los bajos costos operativos y las redituables ganancias. El otro mito apunta a lo femenino: sugiere con temeraria certeza que (casi) toda mujer que va la peluquería y le pide a su peluquera un cambio total de look es porque viene padeciendo una crisis mayúscula. El cómplice y reluciente espejo de las peluqueras atesora esos secretos que, confesables o no, también son parte de lo que se enuncia o se sugiere entre las manos que cortan y que peinan y que tiñen y las bocas que hablan, que cuentan historias, o fragmentos de historias, a la hora de acompañar ese ritual que forma parte de nuestras vidas, desde el primer día hasta el último.

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